Cuando hay cosas claras y evidentes ante tus ojos, pasas directamente, como decía Descartes, a encontrar la primera verdad, la primera sustancia. Renato llegó al «Cogito ergo sum» y un servidor a «Soy un idiota y un impresentable». Os cuento.
Llegaba hoy a casa con un poquito de prisa porque tenía que acudir a una reunión con dos alumnos en mi facultad. Llego al portal con la bici, saco la llave para abrir la puerta… y un hombre se acerca a mí. Pongo mala cara porque se acerca a mí con una carpeta azul y veo que quiere algo.
Opero, simple y llanamente, con prejuicios. Prejuicios de muchos frentes. La persona no es de aquí. De España, digo. La persona no tiene «buena pinta». Y «buena pinta» opera aquí como discriminador absoluto, porque no significa que tenga «mala pinta». Simplemente, no tiene la pinta de lo que un idiota e impresentable puede pensar que es normal.
Antes de que empiece a hablar, acompaño mi cara con un «no tengo tiempo». Él sigue acercándose insistiendo en hablarme y yo le digo, de forma seca, que llego tarde a trabajar. Lo mejor de todo es que él no toma mi actitud como algo agresivo. Seguramente, esté tan acostumbrado a esas caras y esas contestaciones que las toma por naturales y no típicas de alguien idiota e impresentable.
Cuando habla, me dice «quería preguntarle…» y yo pienso qué tío más pesado, a ver qué quiere pedirme (espero, claro, que me pida dinero, como si pedir dinero fuese un delito si alguien lo necesita).
Me paro, apoyo la bici y espero eso que espero con displicencia «que me pida». Él, con una sonrisa tan escasa de dientes como llena de dulzura, en un rostro más moreno que el mío y que denota que ha pasado toda una vida con vientos contrarios de todas partes, me pregunta, en un español que se entiende a medias, dónde está la estación de autobuses.
Todo este tiempo es el que necesita un idiota y un impresentable como yo para avergonzarse amargamente de su manera de comportarse, llena de matices discriminatorios. Y no me consuela ni un poco haberme dado cuenta de todo esto. Tampoco contarlo para que algún alma caritativa muestre su comprensión. Cuando uno es un idiota y un impresentable, se reconoce y punto.
(Espero, por lo menos, que la lección que he recibido me sirva para el futuro: odio a los idiotas e impresentables y, por lo tanto, me cuesta horrores convivir conmigo mismo).
La imagen es de Toni Verdú Carbó.