Helena necesitaba poner distancia. Distancia de todo y de todos. A Helena no se le ha ocurrido nada mejor que materializar esa distancia en una dimensión real. Buscó en un sitio de viajes por internet y eligió un combinado de vuelo y hotel para 8 días. 8 000 kilómetros en un vuelo de 10 horas le ha parecido razonable. El lugar elegido le ha permitido poner espacio y kilómetros entre su día a día, pero también supone un cambio radical. Helena quiere permutar frío que siente su alma y que se materializa en el invierno gélido de su ciudad por la calidez de los veinticinco grados, la sensación de sentir el sol y la brisa del mar en la cara, descansar.
Helena llegó al hotel después de que un autobús fuese realizando la peregrinación desde el aeropuerto hasta los hoteles en los que se iban bajando todos los pasajeros. El vehículo estaba casi vacío cuando el autobús se detuvo, al fin, en un resort con nombre sugerente. Un empleado muy simpático y dispuesto recogió sus cosas y Helena se encaminó a una recepción que parecía un palacio. Después de realizar todos los trámites, una chica muy atenta le invitó a acercarse a una mesa donde había un pequeño cóctel de bienvenida. Helena se encuentra muy cansada y bebe rápidamente el brebaje exótico. Cuando se dirige hacia su habitación, empieza a sentir un calor húmedo, que se corta de forma abrupta cuando entra en una habitación inmensa, de iluminación difusa y elegante, con un aire acondicionado a una temperatura alarmantemente fría.
Helena lleva ya varios días en el complejo, saltando de la piscina a la playa, de la playa al restaurante (cada día uno diferente), del restaurante a una terraza donde toma una margarita. Allí conoce a Ralph y Gina, una pareja de recién casados que le invita un día a sentarse con ellos. Helena se muestra reticente en un principio, temerosa de molestar a los enamorados. Piensa que hay mucha distancia entre su soledad y su felicidad y, sobre todo, entre sus cuarenta y tantos y la exultante juventud de la pareja. Pero Ralph y Gina son tremendamente simpáticos. Helena se quita pronto ese complejo de eterna molestia para considerarlos auténticos amigos. Cansados los tres de estar repantigados al sol, sale con ellos a ver ciudades antiguas llenas de encanto e historia. Otro día, acuden a nadar a un lugar mágico. Helena salta desde lo que a ella le parece un precipicio hasta un pozo de agua cálida. Animada por Ralph y Gina, se enfunda unas gafas de buceo y unas aletas para explorar el fondo marino en una isla llena de corales. Helena, Ralph y Gina, hambrientos, comen langosta hasta reventar. Helena ríe cuando Gina cuenta anécdotas de su familia, llena de recovecos y extrañezas y estalla en alegría cuando Gina le obsequia con una pulsera preciosa que Ralph y ella le han comprado a un chico que va vendiendo bisutería en la playa. Para que no nos olvides nunca.
Gina y Ralph salen para su país al día siguiente de madrugada. Helena se ha levantado para darles el último abrazo. Tienes que venir a visitarnos, dicen Ralph y Gina. Estamos en contacto, dice Helena. Ya sabéis dónde estoy si venís a España.
Helena da un pequeño paseo por una playa que contempla un sol naciente esplendoroso. Se hace una foto con el móvil. Va a desayunar al restaurante. Café, tortitas y unos huevos revueltos. Un poquito después, ha contratado un paseo en barca. Mateo, el empleado del hotel, enciende el motor y va adentrándose en el mar hasta que, después, va siguiendo a mucha distancia la línea de la costa. Pasados diez minutos, Helena le pide que pare el motor. Mateo enciende un cigarrillo y se pone a mirar el móvil. Helena contempla el mar desde ese mar en calma. Y siente ganas de llorar.
(Imagen de Cristian. Esta entrada es el fragmento número 51 de la serie Fragmentos para una teoría del caos.)