Estamos rodeados del mierda. Hasta el cuello y subiendo peligrosamente, en avance lento pero implacable, hacia la comisura de los labios.
Estamos rodeados de mierda por todas partes y en todos los sentidos. Por donde quiera que uno mire, se acerca una avalancha de mierda dispuesta a inquietarnos. Como esas mareas crecientes que ocurren cuando uno pasea por la playa: caminamos confiados, pero, a veces, el mar puede más que nosotros y la ola, inexorablemente, se acerca para derribarnos.
Miramos hacia abajo y vemos mierda. Hacia arriba, cae mierda de las galerías celestiales. Mierda a diestro y siniestro, para dar y regalar. En ocasiones, hay tanta mierda que daría para repartir con gusto, en un alarde de bondad exquisita y armonía universal. Estamos tan rodeados de mierda que podríamos pensar que la hierba es marrón y marrones los cielos, marrón el aliento de la vida. Pero no.
A día de hoy, me consuela que la piel no sea tan permeable como para que la inmundicia penetre y llegue a los órganos vitales. Y el entrenamiento pertinaz nos enseña a cerrar bien la boca, a contener la respiración lo suficiente para que lleguen momentos espléndidos en los que podamos respirar a pulmón abierto. El azul del cielo gana al marrón por goleada y el color avellana de nuestras miradas es mucho más que un modo de ver: es una manera de estar en un mundo compartido, pero único. Intransferible. El olor fresco y dulce de una vida desgajada en momentos vale más que toda la porquería rociada por el mundo. Y cuando parece que todo será un desagüe que desembocará en un río que desembocará en un mar, el tiempo se congela en cristales perfectos e infinitos. Y su reflejo vale más que un todo que, como sabe quien sabe, es mucho menos que la suma de las partes.
(Imagen de Brandon Warren).