Todo va bien cuando no piensas. Mejor no raspar mucho: ¡nada de espátulas! Te dejas llevar, cierras los ojos y pasas por la vida de puntillas, no vayas a dejar una huella demasiado profunda, identificable (indeleble, qué palabra). Aplastas el tedio por la vuelta de la esquina sin levantarte demasiado, sin esforzarte tampoco en dormir, esa bendita posición horizontal. Te limitas a respirar (no demasiado fuerte, intentando no sentir que te puedes ahogar, por fin). Toda va bien cuando te aíslas y no piensas más que en sentir las cosas por encima, resbalando por la rutina: la crueldad de un cielo siempre nublado, tempestuoso. Caminas hacia el terreno conocido, con una precisión digna del maldito GPS, que impide tu tendencia natural al extravío.
Pero hay días. Otras noches en las que todo se derrumba. Un atisbo de lucidez, un quicio de ternura, un encuentro, un giro, un autorreconocimiento en la ronda de sospechosos en la que tú eres el único, mil veces repetido. Entonces, solo entonces, encuentras la salvación. Allí, en la música disco.
Como música de fondo, por supuesto, «Last Night a DJ Saved My Live», la historia del DJ que tantas veces me ha salvado (en todas sus versiones). Con imagen de Catrin Austin.