Esta tarde se celebra la Nocturna de Modúbar, una carrera preciosa en la que se contará con 2.500 participantes en las modalidades de carrera, senderismo y canicross. La he corrido en las dos ediciones pasadas y no dudé en apuntarme (tampoco es cuestión de dudar mucho porque, el mismo día en el que se abre la inscripción, las plazas se agotan a las pocas horas). Otros años he entrenado más. En esta ocasión, una molestísima alergia al cloro me ha dejado fuera de la piscina durante mucho tiempo y me ha impedido también prepararme en condiciones para la carrera, ya que casi no podía respirar. Si a eso le sumamos todos los días de lluvia que hemos sufrido (me gusta correr con calor, con frío, con nieve… pero nunca lloviendo), la cosa se ponía cada vez más difícil.
El caso es que la semana pasada, cuando iba entrenando 16 kilómetros a un ritmo lentísimo , pensé que no iba a correr. Que para hacerlo mal no merecía la pena. Que quería hacer la prueba, al menos, a menos de 5 minutos el kilómetro. Que el ácido láctico me iba a atenazar las piernas e iba a estar dolorido durante la prueba y dos días después. Todo eran excusas que me lo ponían muy fácil. Un pequeño tirón en un abductor apareció cuando ya quedaban pocos kilómetros para llegar a casa: pensé que lo tenía claro. Bajé un poco un ritmo –que ya era muy lento– y noté que podía seguir corriendo. Y, en ese momento, decidí que, por supuesto, participaría en la Nocturna. He corrido algún que otro maratón, muchos medios maratones y unas cuantas carreras más cortas y no me he retirado nunca. Y ahora no voy a abandonar antes de empezar. Si corro despacio, ya lo haré más rápido a la siguiente. Por lo tanto, esta noche me enfundaré la malla y la camiseta, me ataré unas zapatillas razonablemente nuevas, me pondré el frontal para iluminar las sombras de la noche y disfrutaré de un gran momento. Y pondré con imperdibles un dorsal que me empuje, un día más, a seguir. Porque no correr no es una opción.
(Esta entrada pertenece a la serie Historias de correr. Imagen de Marco.)