En 1997, Alan Sokal y Jean Bricmont publicaron un libro que causó un gran revuelo en el mundo intelectual. Se trata de Imposturas intelectuales, editado por primera vez en 1997 y con versión española en Paidós en 1998. En el libro se cuenta cómo uno de los autores, Alan Sokal, logró colar en la prestigiosa Social Text un trabajo titulado «Transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica» («Transgressing the boundaries: toward a transformative hermeneutics of quantum gravity») que era una paparrucha llena de palabrería sin sentido, con más notas a pie de página que texto y en el que, dotando de una pátina científica a unos conceptos procedentes del postestructuralismo, dio gato con liebre a los revisores externos, a los editores de la revista y a todos los que alabaron su genialidad.
Más allá de las reacciones en uno u otro sentido que desató el libro, lo traigo a colación hoy, sobre todo, por una cierta tendencia que se vive en la investigación (en Humanidades y Ciencias Sociales, pero también en cualquier ámbito del saber especializado) en la que prima el utilizar, dar la vuelta e incluso retorcer una serie de conceptos para encajar en un esquema de genialidad aparente. Esa misma tendencia que empuja a algunos a decir y decir sin que lo dicho tenga la más mínima enjundia. Pero, claro, se utilizan cuatro palabrejas (y no me refiero, por supuesto, a la terminología propia de un saber especializado), una batería de citas y referencias bibliográficas catapultadas sin piedad en el pie de página, mil y un incisos para que todo discurso lógico se vea alterado y desestucturado para, siendo ilegible, parecer complejo.
Todo esto, por supuesto, no es nuevo. José Cadalso ya lo criticaba en el siglo XVIII en su sátira Los eruditos a la violeta, que atacaba la erudición que lo era de forma, pero no de fondo. La sencillez es algo que posee tanto sentido común para ser estimulada por el «Escribo como hablo» de Juan de Valdés en el siglo XVI hasta «La claridad es la cortesía del filósofo» de Ortega a principios del XX. Pero se ve que, en algunos ámbitos universitarios, dictar clases y conferencias o escribir artículos y ensayos pasa por vender humo a todo incauto que se quede embobado con tanta palabrería. Y digo incautos, que no legos e inexpertos. Porque es famoso el ejemplo de una charla que dio el doctor Myron L. Fox en 1972 y que dejo apabullados a estudiantes y a expertos médicos y psiquiatras. Lo gracioso es que el Fox que hablaba no era tal, sino un actor que no entendía lo que decía.
Parece claro, tristemente, que el discurso efectista se premia más que el claro y que el timo vende más que la verdad. Eso sí, una vuelta de tuerca a algo que no lo necesita o una pose erudita y tendremos ganados a un grupo de acólitos para que la patraña siga avanzando.
(La imagen es una fotografía de Tim Green de un relieve de la catedral de Bradford)