Estaba escribiendo de ayer. De que había dormido mal y a ratos. De que un dolor de cabeza raro (leve pero persistente) se ha apoderado de mi voluntad de conciliar el sueño para anularla. De que el sonido de la alarma me pareció inusualmente cruel. Escribía y decía que encerré el desayuno en un termo porque tocaba hacerse un análisis de sangre. De que el colacao estaba acompañado de leche sin lactosa y sin gracia (ninguna gracia). Escribía de que hablaba con la enfermera de venas y de cómo la sangre sale de forma generosa cuando dono. Justo estaba en el momento en el que contaba que decidí saltarme ese desayuno triste para cambiarlo por leche con colacao, sí, pero acompañado de un pincho de tortilla que me supo a gloria. Que no suelo ni almorzar ni menos aún desayunar fuera de casa. Casi nunca. El destino me devolvió la osadía con un premio en forma de una gominola. Extra y generosa. Deliciosa.
Estaba escribiendo de ayer para publicar hoy cuando decidí escribir sobre hoy. Una historia de correr diferente a las que he contado. Más trascendente. En el que hablaba de mí y de los demás. De los que corren y de los que no. De los que corrieron y lo dejaron. De los que corren porque sí y de los que corren para contarlo. De los que corrieron tan rápido que se cansaron. O se rompieron. O se frustraron. Hablaba de la victoria.
Pero, a eso de las cinco de las tarde, la cosa ha cambiado. Lo de las cinco de la tarde es intertextual, claro, pero sobre todo y ante todo vital. Y habla de muerte. De un dos de abril de hace muchos años y de una llamada de teléfono recibida en casa, cuando yo tenía doce. Un accidente familiar. Una operación. La premura de los adultos para salir de viaje mientras yo me cobijaba en casa de unos amigos de mis padres. Recuerdo con detalles bastante precisos toda la historia externa, pero muy poco de la interna. Muy poco, casi nada, de la congoja e incertidumbre que era certeza. Casi todo de cómo me enteré, al día siguiente, pero casi nada de lo que ocurrió después. Las horribles pesadillas, la inestabilidad y una tristeza tan aguda que…
Una tristeza que ha rondado todas mis pesadillas de estos días anteriores. Un vacío que me ha llevado a salir esta mañana a correr a rachas, mecido por la rabia del cronómetro y la pausa de un cuerpo que necesitaba descanso. Las piernas reventadas ahora, con un dolor que me impide moverme. Pero no pensar en las cosas de ayer y en las de hoy y en las de hace años. Tantos años que no dejan de doler. Hoy también, cuando eran las cinco de las tarde, he necesitado recordar con microrroturas en el alma. Menos mal que me he acordado de una gominola. Me hubiese gustado haberla guardado y tenerla aquí, ahora. Aunque suene paradójico, para tratarla como una reina.
(La imagen es de Edgardo W. Olivera)