Una mañana de domingo, quise irme lejos. Cogí el primer autobús municipal que pasaba a pocos metros de mi casa y decidí ir hasta la última parada. El paisaje urbano, de forma paulatina, empezó a resultarme desconocido. Las casas eran cada vez más bajas y modestas, sin duda un barrio que nunca tuvo tiempos mejores. En el autobús, los ocupantes iban desgranándose hasta que, al final, me quedé yo solo, sentado con frío, la cabeza casi pegada a la ventana. Como ya no era necesario detenerse parada a parada, llegamos pronto hasta el final. Me despedí del conductor con un lacónico buenos días y descendí del autobús. La plataforma quedaba un poco lejana del bordillo y di un pequeño salto del que, posteriormente, se arrepentiría el tobillo. No había estado nunca en ese lugar, parecía como si me hubiesen trasladado a una ciudad desconocida, más aún, a un lugar inexistente, casi fantasmal. A la mañana le quedaba todavía un poco de niebla para acrecentar en mí esa sensación de frío que todavía no sabía muy bien si circulaba de fuera hacia dentro o de dónde demonios provenía. No había ni un alma. Bueno, mejor dicho, había un alma víctima de sus miedos y de sus improvisaciones.
Como no sabía muy bien qué camino tomar, decidí avanzar un poco hacia donde apuntaba una esquina. Giré a la derecha y, para mi sorpresa, parecía que todo el mundo civilizado terminaba en unas baldosas rotas. Tras ellas, los hierbajos de vida salvaje habían invadido las hendiduras de esas losas, del mismo modo que los pliegues del asfalto estaban ahora remozados por una amalgama de tierra y polvo. Intenté evitar un charco, pero no logré zafarme del barro que me aprisionó los zapatos y que casi me hizo resbalar. El tobillo siguió acumulando pesares y un dolor secó volvió a sacudirme de ese frío que se me colaba por el cuello del anorak. Dos árboles desvencijados parecían servirme de puerta hacia otro paraíso, tan distinto de los que había vivido que, ahora mismo, tampoco puedo explicar con palabras.
(Imagen de Pulpolux)