El otro día soñé que me caía. Fue un sueño extraño, no hay duda. Como en los sueños nada es lo que parece –o es lo que parece de forma muy contradictoria–, me daba la impresión de que me caía de un árbol altísimo y frondoso. Más un pino o un abeto o, en todo caso, de un árbol de tronco largo y ramas anchas y fuertes. La caída se demoraba en el tiempo y la incertidumbre provocaba una angustia sórdida y macabra sobre los efectos. Me imaginaba un suelo áspero y duro y, por lo tanto, me advenía una muerte inexorable.
Por azares del destino, parece que la pesadilla se reconvirtió en un sueño menos angustioso y, todavía en la más pura inconsciencia, iba recobrando el tino. En ese momento, comprendí de forma clara y diáfana que me estaba cayendo del guindo. No de un guindo concreto, sino del guindo, lo que es, a la vez, algo más concreto y algo más abstracto. Existencial, diría.
Y, como tras la tempestad viene la calma, desperté, al fin. Restregué con fuerza los ojos, me desperecé y, todavía remolón en la cama, fui consciente de la verdad: no me había caído del guindo. Simplemente, probé a saltar.
Imagen de Martin P. Szymczak.