Afortunadamente, hay muchas personas que han clamado y claman contra las tiranías. Son tantos los desmanes que han cometido (y cometen) quienes antepusieron (anteponen) su voluntad a las necesidades de los gobernados y son tantos los que usaron (usan) su poder, su superioridad o su influencia para imponerse a los demás, que aquellos valientes que, de acción o palabra, se han enfrentado (se enfrentan) a estas personas son dignos de los más cálidos elogios. No tiene que ser nada fácil ir en contra de lo que apela al sentido más conservador de la conservación. Algunos pierden la vida, otros acaban en prisión y otros muchos más acaban sumergidos en una incómodo e injusto ostracismo. Otros, sin embargo, logran que la sociedad cambie, que las costumbres perversas se transformen, que el orden social dé la vuelta hasta cobrar un sentido equilibrado y, desde luego, mucho más digno.
Luego están otros, que llenan sus discursos de diatribas en contra de los tiranos. Que dedican una parte de su existencia y de sus babas a farfullar en contra de esto y de aquello (y, las más de las veces de estos y de aquellos: póngase esto en los géneros que parezca conveniente). Que afirman haber sobrevivido a momentos nefastos en la historia que es, por supuesto, su historia. Poco importa qué historia sea, porque es la suya y a su amén no hay ninguna confesión inconfesa con la que pueda contrarrestarse. Ellos mismos se ponen, con sus afirmaciones, mil medallas conseguidas en cuatrocientas noventa y siete batallas. Es digno de notar que ganan siempre porque no hay otra versión que la suya y se afanan y ufanan en desmontar cualquier otra arista que no coincide con ese armónico cosmos en el que conviven, tan plácidos.
Son seres, claro está, ejemplares y ejemplarizantes. Una sociedad que se precie de tal no puede prescindir de ellos porque, sobre todo, son grandes contadores de historias. Consiguen proezas y hazañas mil. Por ejemplo, dedican cuarenta líneas a lo que podía explicarse, de forma sencilla, en dos. Por supuesto, sus contribuciones para que perdure el futuro de la cultura han de realizarse empleando un léxico complicado, retorcido. Si es posible, al sentido habrá que llegar a través de mil caminos menos el sentido común. Si es posible, del laberinto solo se podrá escapar manejando la jerigonza.
Son ellos, sí. Nos han hablado tanto de sus luchas contra las tiranías que, en el momento en el que nos descuidamos, nos asaltan con su soberbia, con su lógica perversa, con esa superioridad que no procede de ninguna parte pero que se dirige a unos fines nada inocentes. Y, cuando nos descuidamos, se convierten en los mayores tiranos. Tiranos lanzando toneladas de mierda desde sus catapultas. Tiranos de palabra y obra, de omisión de la verdad y de la decencia.
(La imagen es de Saiko Weiss)