Querido diario:
Te escribo hoy, 7 de enero de 2016, tras mucho tiempo de ausencia. Y lo hago más por lo que quiero callar que por lo que que quede reflejado en estas líneas. Es muy difícil –todo un acto de injusticia– establecer nuestra existencia como una balanza en la que pesas circunstancias vitales de las que ignoras casi todo, sobre todo cuando alguien ya ha elegido por ti el lado más cruel de tu destino. Conoces la ya frecuente dificultad que tengo para dormir. Empiezo la lucha aferrándome al edredón y sintiendo una amargura que me acompaña en los primeros sueños. Luego, de repente, abro los ojos entre la pesadilla, con ese dolor extraño que no consigo localizar porque me temo que pertenece a un lugar recóndito que se llama alma. Me entristece que haya tenido que empezar a sentir ese dolor como algo familiar, que parece que me acompaña a donde quiera que vaya. Conozco la sensación y reconozco que me da mucho miedo. Mientras tanto, los días pasan y no me dicen nada. Todo es una monotonía tremenda que me lleva siempre a lo mismo. A la ausencia y a sentirme a gusto entre esas tardes frías y lluviosas que tanto se parecen a lo que soy. A veces me pregunto si hay en todo esto algo de autocomplacencia algo de pose de hombre maldito, pero creo que es una sensación que refleja perfectamente algo que ya no es cómo me siento, sino lo que soy.
No puedo escribir más, compréndeme. No eres el tipo de diario que tiene una cerradura en forma de corazón. Y, si lo fueses, la llave que lo abre no es más que una manera cruel de hurgar en una herida que ya es eterna.
(La imagen es de Alonis)