En este mundo de las dicotomías fáciles, una de las más clamorosas es la de Lennon frente a McCartney (solo unos pocos son de Harrison por llevar la contraria y no conozco a nadie que sea de Ringo porque es… imposible). Cuando era niño, entré en el mundo de los Beatles por una sola puerta: Abbey Road era el único disco de ellos que había en mi casa. De entre todos los discos que había en casa, yo escuchaba de forma repetida e incansable ese disco y estrujaba la funda con esa foto que también me encandilaba. Había en ese disco, y yo no sé si no lo comprendía o lo comprendía muy bien (demasiado), una complejidad, una variedad, una complejidad, una dulzura, una histeria, un ir más allá de lo posible y un regresar a lo cálido de lo conocido que no he vuelto a encontrar nunca. Sobre todo, porque nunca lo he llegado a buscar con un ímpetu ni siquiera parecido.
En esos momentos, ni siquiera sabía quién era cada uno de los cuatro hombres que cruzaban esa calle. No era de nadie porque los englobaba en un todo (no sabía lo suficiente de música y, tan pequeño, no supe bucear por un conocimiento que, aunque ahora a muchos que lo lean les parezca mentira, no estaba al alcance de una tecla en internet. Los Beatles se habían separado y a veces, no sé cuándo, no sé por qué, escuchaba razones que no podía asimilar. Simplemente, no entraban en mi cabeza y las dejaba pasar.
Pasaron unos pocos años y casi no tenía juicio propio. Me gustaba toda la música que le gustaba a todo el mundo, toda la música que ponían otros en mi casa, casi toda la música que a uno le gusta cuando está en ciertas edades. De repente, una noticia en la televisión: han asesinado a Lennon. Todo el descenso a los pormenores que tienen los medios de comunicación cuando llegan las tragedias. La televisión dio ese primer fogonazo, que luego podíamos leer con calma y detalle en los periódicos. El loco ese. El guardián entre el centeno. El edificio Dakota y Central Park (a los que peregriné con devoción pero con respeto hace unos años). Y Double Fantasy. Es el primer disco que compré desde el convencimiento. Pudo, seguro que sí, ese algo macabro de la muerte de un artista, pero fue, ante todo, un acto de devoción.
Llegué a casa y puse el vinilo en el tocadiscos. No hablaré de la perplejidad que me supuso escuchar los temas de Yoko Ono, porque eso daría para otra entrada. Pero escuché interesado»I’m Losing You», absorto «Watching the Wheels», fuera de control «(Just Like) Starting Over». Escuché «Woman» una y otra vez, en los tiempos en los que la repetición tenía que proceder de un firme convencimiento, puesto que era necesario levantarse, levantar con cuidado la aguja del tocadiscos y volverla a depositar dulcemente al inicio de la pista.
La historia es mucho más larga. Como todas las historias. Y no es hoy el momento para hablar de cómo sucedió todo lo demás. Pero, cuando llega el momento de las dualidades, no hace falta decir que yo escojo a Lennon. Me parece uno de los compositores más grandes de la historia. De esa historia difícil y oscura que supone crear la maravilla.
(La imagen es la contraportada de Double Fantasy)