Hoy estaba muy cansado. Me he pasado la noche viajando en ómnibus desde una ciudad cercana a los Andes a una ciudad más grande, jesuítica. Tras tomar –coger nunca nunca– el taxi, he llegado al hotel. Pese a ser muy temprano, me han dejado entrar en la habitación antes de la hora habitual. El recepcionista era un hombre grande. En el momento de entrar en la recepción, tenía en las manos un celular que le quedaba chiquito entre unas manos que lo amenazaban como un juguete.
He llegado a la habitación, me he desprendido de toda mi ropa, que ha quedado en el piso abandonada por las horas de traslados, de sudores breves. Me he metido bajo la ducha aliviado, poniendo de forma progresiva el agua un poquito más caliente de lo normal y luego un poco más. El agua me ha devuelto a la vida. Llegaba el momento de la limpieza: he cogido el sobrecito del champú y he intentado abrirlo. Imposible. He intentado buscar una fecha indicadora, una hendidura breve, un resquicio para la rotura. Al final, he tenido que coger la pastilla de jabón. La he pasado por el pelo, he disuelto el jabón en las manos pero, al llegar al aclarado, he certificado que todo intento había sido inútil.
Al vestirme, he pasado por recepción para explicarle al recepcionista mi problema (en otras ocasiones, suelo llevar un cortaúñas en el neceser, pero esta vez tenía que pasar todo como equipaje de mano y no sabía si lo iban a considerar un objeto cortante y peligroso). Le he explicado el problema y el recepcionista, habitualmente serio, se ha muerto de risa. «Pero mirá, qué tontería, solo tenés que hacer así». Y coge uno de los sobres de champú con dedos regordetes y lo gira sobre su eje. «Et voilà». Yo no me he atrevido a decir ni voilà ni chorras, que lo he intentado de todas las maneras, casi hasta por implosión.
Pero me ha hecho gracia el tipo. Me he quedado en el mostrador un rato, platicando. En un momentito, ha abierto la boca. Y ha dicho: Perdoná, estoy fatigado. ¿Toda la noche en laburando, le pregunto yo? Y el dice: Sí, toda la tarde. ¿Y a qué hora acabas? Ya mismo. Pués descansá, le digo yo. Últimamente realizo una extra mezcla entre el acento y la gramática local y la rudeza de mi vocabulario y mi estilo. Extraño. Muy extraño, piensan casi todos.
Me quedo sentado en el sofá del vestíbulo y, al cabo de cinco minutos, veo al recepcionista que sale de una puertecita lateral. Lleva los mismos pantalones formales, negros, pero ha cambiado su camisa blanca, elegante, por una remera de un gris avejentado de los Ramones. Tras pasar unos segundos de que haya salido de la puerta del hotel, me levanto y miro hacia la izquierda. Está a media cuadra. Camina con un brío descoordinado, a grandes zancadas, pero demasiado arqueado. No sé por qué, dedico seguirlo.
Intento mantener una distancia prudente. Él sigue por la avenida hasta llegar a la perpendicular más grande, 27 de abril. Intento retener el nombre, pero me preocupa porque por acá hay que conocer la historia para reconocer las calles. Porque ingenuamente, te quedas con el dato aproximado y luego te topas con la 25 de mayo. Y la 9 de julio. Y la has liado.
En fin: gira la segunda a la derecha. Yo tardo todavía más de treinta segundos en llegar. Miro y no le veo (no consigo eliminar mi leísmo, es acérrimo). Nada, imposible. Abandonando toda esperanza, decido abandonar. Camino más despacio cuando veo una terraza a nuestro hombre. Está sentado, las piernas muy abiertas, casi repantingado. Una camarera jovencita le está preguntando y él dice: Una Quilmes de cañón, gracias. Enseguida, señor, le dice ella. Retrocedo hasta la sombra de un árbol, sintiendo la imbecilidad inocente del niño de dos años que se esconde detrás de un babero. Pero la distancia, parece es suficiente. Saco el móvil y disimulo.
Llega la camarera con un vaso de cerveza enorme. El recepcionista ha dado un trago inmenso y se ha ventilado casi medio vaso. Ha dejado el vaso con cierta rudeza y, poco después de tragar, parece que la cerveza le ha producido una devolución en forma de gas, breve pero intensa. El recepcionista ha levantado un poco la cara, poniendo los ojos un poco más allá de la línea del horizonte. Ha cogido el vaso con esa mano inmensa y ha rematado todo lo que quedaba. Me cobrás, le ha dicho. Sí, claro. Cuarenta y dos pesos. Toma cincuenta y quedate con el cambio. Gracias. Chao.
Nuestro hombre se ha levantado. El empedrado de la calle le ha echado un poco para atrás, casi se cae. Esta vez, le he dado mucha más ventaja. Sé que me lo preguntaréis, así que os lo digo. ¿Que por qué lo he hecho? No lo sé. ¿Tenía miedo de ser descubierto? Sí. Y, más que miedo, tenía pánico a hacer el ridículo y terror a lo que pensaría de mí el recepcionista. Si me tomaría por un chalado. Si se pondría violento y me arrearía una bofetada que me dejaría tumbado.
Pero la curiosidad ha sido más poderosa. He vuelto a emprender el camino. El recepcionista ha entrado una confitería y ha comprado unos pastelitos. No sé como se llaman. Hace dos días compré unos parecidos, pero no me atreví a preguntar. Tres de esos, dije. La dependienta me puso tres, pero yo no dije nada.
Yo esperaba mirando el escaparate de una ferretería. Qué cara era la llave. Aquí tiene que ser imposible ser plomero. El recepcionista sale y yo le sigo. Al poco, se detiene en seco en una de las pocas calles por las que no pasaba nadie. Estamos muy lejos ya de nuestro lugar de partida Mira a un lado y a otro. Y, al poco rato, anda otros diez pasos y se mete en un hueco para mí todavía ignoto. Espero un rato prudente. Me acero de forma prudente, al llegar a la altura de la desaparición, leo un letrero que pone hotel. Y, tras el cristal, al fondo, veo a nuestro hombre. Se está ajustando el penúltimo botón de una camisa blanca.
La casualidad ha hecho que la música en modo aleatorio sonase «Leonel, el feo», de Bajofondo. La imagen es de Dystopos.