En el reciente campeonato mundial de natación de Kazán, una nadadora sobresalió sobre las demás. No es la más rápida, no es la que posee una técnica más perfecta, pero deslumbró por encima de todas y nos cautivó en las series de clasificación y en las finales de los 200, 400, 800 y 1.500 metros libres: cuatro medallas de oro a las que se suma una prueba de relevos. En las carreras de fondo, quitó la razón a Jon Urbanchek, que vaticinaba que las pruebas de 800 y 1.500 libres desaparecerían de la competición porque eran aburridas. Creo que todos los espectadores que estábamos frente al televisor disfrutamos cada largo que nadaba Ledecky, en pruebas en las que no competía contra las demás, porque les sacaba una ventaja abrumadora, sino solamente contra sí misma. Cada brazada era un portento de voluntad, de fuerza, de energía.
Tal y como afirmaba Diego Torres, el éxito de Ledecky se basa en un un el entrenamiento duro y el sentimiento de satisfacción por el trabajo bien hecho. Es una persona normal pero con una cualidad que tienen los deportistas de fondo y que los distingue de todos los demás: el gusto por la monotonía y la repetición. Cuando todo el mundo duerme, Ledecky se mete en el agua a las cinco menos cuarto de la mañana. Simplemente, le gusta sentir que es «la primera persona del mundo en despertar”.
Y puede que ese sentimiento de ser única siendo normal, de ser como todos siendo excepcional sea parte de un éxito. Pero, para mí, la auténtica maravilla reside en una de sus declaraciones tras la victoria en los 1.500 libres: le preguntaron que en qué pensaba cuando nada. Y ella contestó que piensa en mantener el ritmo y sobre todo, por encima de todo, «Me concentro en el sonido del agua». Y eso no es solo deporte, sino una manera de vivir. No son brazadas: simplemente, es magia.
La imagen es de Raul Lieberwirth.