El otro día me contaron que una fulana –entiéndase el femenino de fulano y no otra cosa– decía a un grupo de adolescentes que no había ni color: que su generación –la de la fulana– era mucho mejor que la de esa muchachada que estaba escuchando por obligación. Cuando lo escuché, pensé que esto ya ha pasado en muchas ocasiones. Yo, que seré de una generación más o menos parecida a la de la fulana, también estuve en un pupitre en el que escuché a un fulano decir que su generación era mucho mejor que la nuestra. Que habían sufrido y luchado. Que a nosotros nos lo daban todo hecho. Que veíamos Un globo, dos globos, tres globos y ellos se reunían en torno a la radio. Que la televisión nos embobaba (cosa que estoy dispuesto a admitir si hablamos de Orzowei). Y seguro que a ellos les dijo algo parecido en un bucle que nos lleva a las historias de caza en torno a una hoguera.
Pero volvamos al principio: la fulana hablaba desde una cátedra, que es la que nos otorga el poder, el derecho de dirimir y decir sin necesidad de dar un puñetazo en la mesa que estamos aquí y por encima.. Y ayer, no sé por qué, me acordé de esta conversación cuando vi a unos doscientos jovencitos (sí, jovencitas también: no repetiré que hablo de chicos y de chicas) de unos diecisiete y dieciocho años. Pensé en lo que para esa fulana era una generación perdida y malograda respecto a su excelsitud. Y vi a chicos que quizá habían estado en una escuela de danza tantas horas desde que eran pequeños que les duelen todas las articulaciones. Vi a chicos que habrán pasado horas y horas delante de un balón o de una pelota sufriendo, sudando y perfeccionándose para ser mejores. Vi a chicos con cinco horas diarias de violín a sus espaldas. Vi a chicos que juegan con la Play porque nosotros se las regalamos y pensé que cualquier fulano hubiese jugado con la Play y la hubiese cambiado gustosamente por la radio. Vi a a chicos que ahora escuchan música en sus teléfonos inteligentes porque los tienen para muchas cosas: para ser adictos quizá, para comunicarse siempre que pueden con sus amigos como nosotros hubiésemos hecho. Vi a chicos que han pasado horas y horas estudiando, a veces con razón y con sentido, a veces porque hay fulanos a los que no se les ha pasado por la imaginación que existen otras formas de evaluar los conocimientos que no sean los exámenes continuos. Vi a chicos que están sufriendo por una mala situación familiar y que intentan, pese a todo, esbozar el mundo con sonrisas. Vi a chicos que sufren por la mirada de una chica (y a chicas que sufren por las miradas de un chico). Vi a chicos que están todos los días en clase y, por timidez o por miedo, nunca se atrevieron a alzar una mano que no demuestra nada…
Y, cuando veía todas esas cosas, pensé que todos ellos son lo mejor que tenemos. Que todos los fulanos de «nuestra generación» somos personas nacidas hace tanto tiempo que nos hemos creído con el derecho a pensar que somos los mejores. Que inundamos nuestro pensamiento con algo tan poco filosófico como los prejuicios constantes e irreversibles. Que somos fulanos indudablemente valiosos, pero que vivimos en un siglo al que no pertenecemos (para todos los bienes y todos los males, nuestro siglo de esplendor ya pasó). Y que tenemos todo el derecho de hinchar el pecho y de pensar que somos la de dios es cristo, pero que todo el futuro lo tenemos en las manos de esa raza que alguna fulana piensa que es una degeneración, una involución de nuestra sacrosanta especie. Y no lo es.
Estos palurdos que alguna fulana ve delante de sus narices son los que escribirán una bellísima canción que quedará marcada en la pauta de nuestro corazón. Los que descubrirán algo en nuestras células que no las convierta en algo tan jodida y perversamente divisible. Los que crearán un sistema para traspasar todas las dimensiones y nos llevarán a un lugar del que escaparnos cuando todo lo que hemos descojonado nosotros se vaya a la puta mierda. Los que, en un momento desesperado y tras cientos de horas de trabajo mal remunerado, tendrán una chispa que encenderá otras formas de energía. Los que analizarán, otra vez, la historia del pensamiento sin olvidar la historia de los pensamientos para desvelarnos a nosotros, ya moribundos, que todo era una jodida mentira.
Entrada de esas en las que Voy a hablar de. Con imagen de AlmaArte.
Lo malo es que algunos de los que piensan estas cosas están tan convencidos que crean una especie de síndrome de Estocolmo a quienes les escuchan y, si no se paran a pensarlo, tienden a pensar que es cierto.
A mí me gustaría morirme pensando que todo lo que viene supone esperanza antes que dormirme en el limbo de la autosuficiencia y no despertarme 🙂
Es el síndrome «todo tiempo pasado fue mejor» y suele llegar con la edad. A unos les llega antes que a otros, y con más mala baba.