El otro día me encontré con una persona con el rostro bañado en ácido acético. Es una forma educada y perifrástica para decir que tenía cara de vinagre. Haciendo un poco de memoria, me doy cuenta de que conozco a unos cuantos. No tienen cara de vinagre porque la vida les haya tratado mal, porque tengan una piedra en el zapato o una pena –grande– en el alma: tienen el rostro untado en ácido acético porque son así, falsamente graves, supuestamente profundos, de rostro corroído y corrosivo. Porque les encanta mostrar su desagrado y hacerlo patente, manifiesto y rotundo.
Todas las personas que conozco con cara de vinagre se creen, seguramente, muy distintas entre sí. Alguna de esas personas se piensa mejor por tener un deje a lo vinagre de Módena o de Jerez. Otros, en su simpleza, se conforman con ser un modesto vinagre para el aliño de ensaladas y otros, sin miramientos, se ajustan como vinagre para fregar los suelos de madera. Pero todos ellos son iguales: engreídos y desagradables, zafios y maleducados.
Puestos a elegir cómo se debería tener una cara, yo aconsejaría a todo el mundo que tuviese cara de bizcocho con crema y chocolate. O, para los que no son golosos, cara de champán con burbujas vitales y referescantes. O, más simplemente, cara de levantarse todos los días inundando el rostro con agua fresca.
Les pediría a estos rostros cubiertos y empapados en ácido acético la educación y la elegancia de tratar a los demás con la corrección y la paciencia que otros les dedican. No es cuestión de caer bien o mal, que el mundo de las relaciones personales es complejo y laberíntico, sino de otra cosa más sutil y más profunda.
Todo esto no es tan superficial como aparenta, porque una de las características del vinagre es su miscibilidad, esa propiedad que tiene de mezclarse con otros líquidos en distintas proporciones. Y el que tiene la cara de vinagre acaba emponzoñando al que tiene en frente. Así que paso de ti, provengas del vino, de la sidra o de la manzana. Por muy balsámico que parezcas.
(Imagen de Fdecomite)