Escuchas una canción. Y te da miedo. Es una de tus favoritas. No la famosa. La original. Pero piensas en la película. Que es una de las bonitas, de las que le gusta a todo el mundo. Pero a ti te gusta también. No sabes por qué. Es disgregada. Dispersa. Confusa, a veces. Pero te gusta por unos cuantos detalles. No es cuestión de entrar ahora en ellos. Y piensas cómo discurre la película. Y ves el final. Una mesa. Un tipo hablando. Antes, ha habido una conversación. Al pie de un avión. Y luego la mesa. Un tipo hablando. Y un tipo casi en la sombra. Haciendo su trabajo. Y luego, no en la película, en tu vida. Ha llegado una tarde invadida de canciones. Y ha llegado esta de forma fortuita. Y después has buscado la versión que más te gusta. Menos adornada, pero más tierna. Y vas a la tableta y pones la letra para asegurarte. Y sí, es una canción triste. Muy triste. Y la vuelves a escuchar porque las canciones tristes siempre se escuchan varias veces. ¿Masoquismo? Sí, sin duda. Y sigues la letra, verso a verso. Y te das cuenta de que lo peor de las canciones no son ellas mismas, sino lo que traducen a tus sentimientos. A tu estado de ánimo. Y te cagas en todo porque te da miedo. El título de la canción dice una cosa. Pero el transcurso es más complicado. No alambicado, complicado. Las cosas de la vida son así. Si no, no serían nada más que retazos de simplicidades que no interesan a nadie. Pero te jode. Y la vuelves a escuchar. No quieres que ocurra. Y te da miedo. Porque sabes que, al final, serás ese tipo. El que ya no significa nada, más allá de las palabras. Y estarás escuchando a otro tipo. En la sombra. Y tu vida será solo recuerdo. Solo pasado. Sin futuro. Vigilando para otros y sin vida propia. Y se te nubla la mirada. Y te da miedo. Sí, te da miedo. El abismo.
(Esta entrada pertenece a los finales favoritos de mis películas favoritas. Con fotografía de Franck Mahon)