Después de muchos días inquieta, Laura ha encontrado un pequeño atisbo de esperanza. Laura se ha dedicado durante mucho tiempo a lamentarse por las ausencias, por la soledad, y no ha recapacitado en el valor de los escasos pero valiosos momentos en los que encuentra compañía. Hasta hace muy poco, Laura se sentaba enfrente de de la tele y dejaba perder su mirada entre colores y voces que no le decían nada, con la mente puesta en otro sitio, más allá de las posibilidades, más allá de los significados concretos de su vida. Laura ha proyectado sus recuerdos hacia las sonrisas, las conversaciones en las que, de forma concentrada, se intenta recoger lo más importante de una vida disociada, casi esquizofrénica, pero llena de matices, de olores, de sabores incluso. Laura recuerda las batallas de besos y abrazos, el momento de abandonarse para renacer. Todos esos momentos que le impulsan a sentirse viva por encima de todas las convenciones, de todos los obstáculos. Laura ahora no quiere pensar en ese presente puntual, el que vive en este mismo segundo, sino en los miles de segundos de perfecciones. Y se niega a pensar en la oscuridad y en el vacío para imaginar un futuro posible, lleno de sonrisas. Un futuro que no sea una quimera, sino un espacio para la esperanza. Laura está segura del lugar de donde procede todo ese aluvión de matices positivas. Antes pensaba en que unas mariposas revoloteaban constantemente en su estómago, pero ahora conoce la verdad: las mariposas revolotean en su alma.
(Imagen de María Leandro. Esta entrada es el fragmento número 46 de la serie Fragmentos para una teoría del caos.)