Laura no ha podido evitarlo y las lágrimas le han explotado en el rostro. Al menos, ha conseguido avanzar a pasos cortos pero rápidos hasta un lugar en que no la viera nadie. Laura ha doblado la esquina, se ha agachado y se ha tapado la cara con las manos. Por unos instantes que parecen una vida, se ha sentido la persona más solitaria y desvalida del mundo. Laura no ha podido reprimir algunos sollozos pero, cuando ha oído un ruido a lo lejos, ha intentado convertirlos en toses mal disimuladas. Laura se ha incorporado y ha ido al aparcamiento y ha entrado en el coche. Ha respirado dos veces muy fuerte y ha puesto música. El volumen desproporcionado que suele conseguir que las ideas le vuelen desde la cabeza a lugares ignotos, esta vez, le ha molestado y ha modulado la música hasta un nivel muy moderado. Laura ha vocalizado sin fuerza la letra de esa canción que tanto le gusta, incluso se ha atrevido a cantarla con una voz triste y desafinada. En estos casos, no importa nada más que oír una voz, aunque sea la de una misma. Laura ha sacado un pañuelo de papel del bolso, ha enfocado el espejo retrovisor que le ha devuelto una imagen distorsionada, llena de un negro transvase de los ojos hasta los párpados. Laura ha seguido canturreando, ha mojado el pañuelo con saliva y ha intentado despejar el rímel corrido. Con toda la pena aún anegando su alma, ha cambiado de canción por una todavía más triste. Laura ha girado la llave y el coche ha despertado con un quejido. Sigue cantando de forma monocorde y desajustada, con la mirada fija pero perdida. Por fin, Laura coge la carretera y enfila una recta que parece no tener fin.
(Imagen de Damon Jah. Esta entrada es el fragmento número 45 de la serie Fragmentos para una teoría del caos.)