Veo un vídeo con unos tipos encaramados en el pedestal de una escultura para empujarla hasta que se hace añicos en el suelo. Veo a esos mismos tipos armados con martillos enormes destrozando obras de arte, con taladros también para ir borrando el relieve de lo que es, en el fondo, su propia historia. Compruebo con horror que el vídeo está editado, que el «artista» se recrea en una cámara lenta para que la estupefacción sea todavía más grande. Hace días, contemplaba esas imágenes estudiadísimas de justicieros enormes y prisoneros pequeños e insignificantes recorriendo las orillas de un playa al lado de un mar que se convertirá en sangre. Nos hemos ido acostumbrando a ver a esos mismos verdugos cuchillo en mano con el enorme poder que les confiere tener a un rehén arrodillado y maniatado para poner un punto y seguido a una narración que continua de modo continuo, casi cíclico.
Por mucho que quiera comprender, me siento como pocas veces desvalido, sin capacidad para poder comprender hasta dónde puede llegar el fanatismo. Hasta dónde las acciones crueles, enfangadas en el sinsentido. Siento el dolor de una impotencia de no saber hasta dónde pueden llegar en su capacidad de perturbar el orden normal de las cosas. Eliminar todo lo que te rodea es la mejor manera de quedarte solo. Y, en ese momento, no eres vencedor ni superviviente. Eres otra cosa muy distinta, pero no acierto a dar con el nombre. Quizás es un concepto al que le falta una palabra.