Sonia acaba de llegar a su despacho, con su maletín y su portátil cargado de tareas pendientes. Ha encontrado la sala medio en penumbras, con las persianas casi totalmente cerradas. Al entrar, lo que más le ha llamado la atención ha sido el regusto a cerrado. Lo peor ha sido el momento de encender la luz: Sonia ha dejado la maleta, ha echado un vistazo general que le ha devuelto lo archiconocido, lo habitual en su sentido más monótono.
Sonia ha puesto todas sus fuerzas y su empeño en depositar el maletín y el portátil encima de la mesa. Ha encendido el portátil para ver el correo y ha ido reconociendo en cada imagen, en cada detalle, pequeños momentos de felicidad. Cada camisa, cada pantalón, cada bañador, cada paisaje asociados a un momento concreto. La suma de todos esos momentos no eran para Sonia más que detalles de una vida alejada de todo y, por lo tanto, alejados de ella misma. Una vida en la que nadie te conoce por lo que sufres, sino por lo que disfrutas. Sonia siente esa contradicción plena entre lo que es y lo que sueña, lo que ha vivido y lo que se encuentra ahora mismo en ese despacho y el cristal que le devuelve su imagen cuando levanta la vista.
Sonia se ha contemplado a sí misma desanimada y carente de ilusiones. Ha cogido con rabia un montón de papeles y los ha tirado contra la pared. Ha salido del despacho con furia, con rabia contenida y y se ha ido a dar un pequeño paseo para pensar en todo lo que le alejaba de este maldito lugar, que se llama ciudad, que se llama tradición, que se llama rutina.
(Imagen de Fernando. Esta entrada pertenece a la serie Fragmentos para una teoría del caos.)