El turista ha tenido un día intenso. Desde el norte de una isla que algunos llamarán jungla, ha ido descendiendo y descendiendo. Su retina se tornaba ansiosa, ávida de captar aquello que ya, con las horas, se le escaparía en su vuelta a la rutina. Pero no ha sido un esfuerzo baldío.
Ha soñado entre obras maestras, ha imaginado cómo se desayuna un cruasán frente a una joyería de lujo. Sobre todo, ha entrado en una tienda de juguetes hasta llegar a ese lugar donde se rodó la secuencia que tanto le gusta, ese niño que quiere ser mayor y ese señor maduro que es feliz como un niño tocando un inmenso piano con los pies. También ha llegado a la paz de ese precioso parque, entre jugadores de ajedrez, y se ha sentado un rato contemplando esa paz, adornada por el juego de unos niños y un chico zampándose su ración de fideos chinos.
Se ha imaginado también cómo sería eso de vivir por allí, con una mezcla de pensamiento progre, una billetera bien cargada y un señor en la puerta esperando para abrirte la puerta del coche. Yendo hacia otro lado, a impulsos, ha llegado a ese edificio que dicen maldito. El turista se ha sentido ofendido porque todo el mundo quisiese sacarse una foto en el lugar del crimen, en ese lugar en el que el talento de uno de sus músicos preferidos acabó para siempre. Se han librado por muy poco. De haberlo sabido, el turista hubiese acudido con un cuaderno de autógrafos y un ejemplar de El guardián sobre el centeno.
(La imagen pertenece a mi galería de Flickr.)