El turista ha caminado durante horas. El único descanso que ha tenido ha sido el de tomar un perrito caliente en un puesto callejero, sentado en las escalinatas de un museo. No ha renunciado a su intento de verlo todo, de abarcarlo, de respirar con sus ojos todo el aliento de la ciudad con la que ha soñado tantas veces. Por ejemplo, ha emprendido carreras desaforadas para coger ese ferry gratuito con el que se entienden muchas cosas. Por ejemplo, ha cruzado un puente que suponía algo más que cruzar hacia otra parte. En definitiva, el turista se ha dado cuenta de que, por mucho que haya sido trasladado de un sitio a otro, no era un cambio de lugar, un cruce, sino que todo se resumen en otra cosa más profunda: un cambio de perspectiva.
El turista ha ido percibiendo el atardecer a medida que se iba acercando a su punto de destino. Ya lo ha había visto –es imposible no verlo– pero ahora es la primera vez que lo contempla. Es muy fácil, porque se ve a lo lejos y lo tiene allí, en la avenida por la que se aproxima. Han pasado por el turista todas las ficciones que recuerda contadas sobre ese rascacielos. Por encima de todas, siempre se queda con dos películas, una anidada a la otra con la relación inevitable entre causa y efecto. El turista, aunque no le guste reconocerlo, es aficionado a las comedias románticas porque la irrealidad que las sustenta es la única lógica para sobrevivir en un mundo como este. Ha hecho una cola interminable y se ha prometido que, de ahora en adelante, aprenderá los días festivos de los países que visite.
Al final, el turista ha llegado a ese vestíbulo inconfundible y también ha conseguido llegar, tras mucho tiempo de espera, a esos ascensores con la imagen del edificio. Ha subido y ha tenido la suerte, gracias a un problema técnico de poder realizar el último momento de ascenso por las escaleras, que le han permitido observar esa parte menos engalanada pero igualmente misteriosa, a modo de trastienda. Y ha llegado a a cima, con vistas inigualables, con toda una ciudad a sus pies. A él le hubiera gustado arrojar al vacío a todas las personas anidadas en cada centímetro cuadrado para ganar un momento íntimo. En cualquier caso, ha dado dos vueltas, buscando. Y no ha encontrado a nadie –nadie conocido, al menos– que haya acudido a la cita. Su cita.
(Imagen de mi galería de Flickr.)