El turista ya había visitado ciudades con edificios altos. De hecho, ha tenido la oportunidad de estar en el más alto de todos, un monstruo erigido casi entre la arena. Y también ha disfrutado, antes de esta ocasión, de una línea del cielo majestuosa, moderna, bonita y pretenciosa, también muy próxima al desierto. Por lo tanto, el turista se creía preparado, precavido, con una sonrisa casi engreída del que cree que ya lo ha visto todo.
Sin embargo, el turista, cuando llegó a esta ciudad, se sintió desbordado. Porque una cosa es una modernidad reciente y en construcción y otra muy diferente es una modernidad asentada en años, en fotogramas, en un encanto de lo moderno que ya es mito. Le dijeron que no lo hiciera, que eso le delataría, pero no pudo remediarlo y el turista miró hacia lo alto. Sus ojos no podían abarcar tanta belleza en forma de escalera, tanta verticalidad rellena de emociones. Miraba a lo alto por un lado y por el otro, pensando en todos aquellos que se sintieron amenazados, asesinados por el cielo. El turista tuvo la extraña sensación de no conocer una ciudad nueva, sino ir reconociendo por primera vez una ciudad sabida. Sin embargo, el turista piensa que el reconocimiento no le garantiza, ni mucho manos, saber con lo que se va a encontrar cuando doble una esquina.
El turista ha decidido no seguir la lógica del plano, sino emprender el camino de su corazón. Y se pierde entre las calles y las avenidas. Y bucea con devoción, por primera vez, lo que tantas veces ha visto. Y siente que algo ha cambiado en su vida, quizás para siempre.
(La fotografía pertenece a mi galería de Flickr.)