El turista, por motivos de trabajo, se ha trasladado de la capital del estado a otra localidad, pero estamos hablando de turismo y no de cuestiones laborales. Por eso, pasaremos ese capítulo para contar cuando el turista, después de pasar una noche en vela en el aeropuerto, ha puesto rumbo a otro país, tan cercano como distante, tan próximo como opuesto. La primera sensación que recibe el turista es un azote de verano en la cara. El verano no está presente solo en el clima, sino en la forma de vestir y, más allá, en las caras de las personas. Un taxi le conduce a lo que podría suponerse el paraíso.
El turista, después de llegar al hotel, sale a la calle con las expectativas puestas en lo que sabe del lugar por la ficción, por los reportajes, por la televisión. Y pronto llega a una calle que, a partir de entonces, será «la calle». El turista recibe con sorpresa esa avalancha de cuerpos, unos exuberantes, otros desbordantes; todos concupiscentes. Es como si una alegría desbordante y un deseo de aprovechar el momento presente asaltase la calle para beber, para comer y para pasear en plena exhibición. Al turista todo este proceso le parece muy similar al roneo. De hecho, es un proceso étnico, una forma de comunicación a distancia que favorece el acercamiento, la primera toma de contacto y de conocimiento.
El turista, algo desconcertado, da unos pasos hacia la playa y se encuentra con la arena fina del paraíso. Una extensión enorme de arena y agua, con cuerpos convertidos en recipientes de vitamina D. El turista deja la bolsa y la toalla y se mete en el agua. Sumerge todo su cuerpo en el mar y, cuando sale a respirar, con las gotas que agitan su cabello aflora también una sonrisa de felicidad.