Pocos acciones turísticas son tan representativas como el ascenso. Al turista le encanta llegar hasta lo más empirigotado siempre que viaja a algún sitio. Ver desde lo alto es una forma de dominar, de confundir la generalidad con la esencia, de contemplar sin ser visto.
El turista, por lo tanto, no podía dejar de subirse a dos templos, del Sol y la Luna. Para ello, contrata un viaje en una furgoneta. Para su sorpresa, el viaje no comienza con una subida, sino con un descenso, una extraña historia de una señora que se presenta ante un un indio; de una capa con flores y una imagen; de un dogma de fe que mueve más que montañas. El turista piensa que,en el fondo, esa historia acaba con la ilusión de un ascenso y que, por lo tanto, el sentimiento de esas personas en el viaje de sus vidas no es muy diferente al que él imprime al viaje de su maleta y de sus pies.
La furgoneta llega a un destino y la historia de una subida comienza por una planta y un mineral que los justifica. El turista, ansioso, llega por fin al momento de su ascenso personal, que él convierte en existencial. Da gracias a su entrenamiento como atleta de fondo para llegar a la cima con una sonrisa y no con un jadeo. Y, al ver todo el mundo alrededor, vuelve a experimentar ese paradójico sentimiento de ser único, entre decenas de turistas que hacen lo mismo que él. Vuelve a repetir la operación que es algo más que vicio: es reiteración.
Y vuelve a bajar. El turista monta en la furgoneta, camino de la gran, de la caótica ciudad. Ahora toca el momento de la exploración, que es horizontal y que también tiene una explicación para el turista. Pero esa es otra historia.