El turista, durante unos días, lo será a tiempo parcial. Acude a un lugar lejano por razones de trabajo, para hablar sobre el hablar, sobre el argumentar, sobre el comunicar. Pero el turista piensa que, incluso en estos momentos, no puede evitar esa mirada entre admirada y extrañada a lo que es ajeno.
El periplo comenzó ayer y el turista, además de cansancios, desfases horarios, esperas y controles, traspasó sobrecogido la oscuridad. Había hecho una escala en el país que es dueño y señor del mundo y, por lo tanto, de la luz. El avión recorría cientos de kilómetros en los que la luz permanecía casi constante, perseverante. De pronto, en una extraña situación que el turista asoció a la frontera, se hizo la oscuridad. Ni un punto de luz a lo largo de minutos, minutos y minutos. El turista parpadeaba sin comprender, sin encontrar nada que explicase algo que no era, a fin de cuentas, sino el paso del mundo del poder al de la carencia.
Eso sí. De pronto, la luz apareció a sus ojos con refulgencia, con magia, con insistencia. No era un cambio sino más, bien, la evidencia de un contraste que a la postre, es la contradicción misma de nuestros mundos.
El turista, al final, llegó a su destino. A través de la ventanilla del taxi su mirada recorría un mundo para el que carecía de contexto previo y, por lo tanto, le provocó una admiración ingenua, que seguramente es en la que más confía.
Y, poco a poco, ya en el hotel, sus ojos se cerraban para soñar.