Todos somos lo que somos, pero también los que fuimos, los que quisimos ser, lo que somos, los que seremos y los que ansiamos ser. Entre todas esos estados, definitivos o intermedios, hay un margen continuo para la mejora. No hay nada tan deleznable como el conformismo y el estancamiento.
Pero no quiero hablar hoy de nosotros, de cada uno de nosotros, que podemos ser eso, algo menos y algo más. Hoy quiero hablar de nosotros y los demás. Casi toda mi vida se ha movido en el ámbito académico y en el ámbito deportivo. Incluso, en algunos casos, ambos han ido unidos: aunque hay poca gente que lo sepa, mi primer trabajo, durante tres años, fue el de profesor de Educación Física en un centro de educación secundaria. Soy profesor y he sido entrenador y (a pesar de mis escasos 178 centímetros), jugador de baloncesto.
Después de muchos años y experiencias, hay algo que no soporto: la valoración y aceptación de la mediocridad. Hay muchos profesores que están felices con alumnos que no dan problemas, que son sumisos y acomodaticios, que tienen como valor principal ajustarse al sistema. Lo mismo pasa con los entrenadores, que ponderan al pelota, al que les dice que sí a todo, al que tiene como objetivo… cumplir. Pero yo creo que la excelencia es escasa y hay que aprovecharla. Es más difícil intentar lidiar con las personas que tienen aristas, pero son estas las auténticamente interesantes, aquellas que precisan pulir sus talentos o exaltar sus habilidades. Lo otro es pasar el rato, sentirnos falsamente satisfechos con nosotros mismos, aceptar, con la mediocridad de los demás, nuestra propia comodidad, nuestra más que probable ineficacia.
E insisto, no hablo de lo que cada uno haga con su vida, sino lo que uno, en su responsabilidad diaria, hace con las vidas de los demás. Nuestra obligación es incentivar las virtudes y no desecharlas para meterlas debajo de la alfombra, como si fuesen una pelusa que molesta a la construcción de nuestro aburrido universo. Busquemos a los excelentes, reconozcamos a los que tienen talentos y virtudes. No hemos de permitir beber del agua estancada, que es fácil de recoger y de beber pero, a la larga, tiene pésimos resultados sobre nuestros hábitos intestinales. El agua fresca de los torrentes es la más sinuosa y rebelde, pero también la más gratificante.
(La imagen es de Doug Wheller.)