La cosa va de inventarte una historia. Se empieza por escoger un personaje. Que sea parecido a ti pero muy distinto. Sobre todo, y por encima de lo anterior, que sea reconocible para los demás, que sirva para que, de alguna manera, el que lo conozca se siente identificado. Las miserias de uno no son interesantes si son miserias de uno, pero sí lo son si cada uno las siente como suyas. Porque las ha pensado. Porque alguna vez han pasado por su cabeza en forma de anhelos, de deseos, de proyecciones. La vida, a fin de cuentas, es una mierda y todo el mundo lo sabe. El que no lo sabe es que no lo ha pensado detenida, firmemente. Una mierda. Pero luego viene alguien y te cuenta una historia. Y se te enciende una chispa. No es ilusión, es reconocimiento. No es esperanza, es un testamento notarial de que las cosas son así, de que serán así, pero que nosotros nos las podemos imaginar. Que, si el mundo contado es mejor que el real, a nosotros qué coño nos importa el mundo real. Si pasamos nuestras vidas soñando. Mejor soñar que otra cosa. Mejor soñar que rebañarse en la mierda y ahondar en nuestros laberintos.
La cosa va de inventarse una historia. Y se elige un escenario. Puede ser algo muy lejano. Exotismo, le llaman. Porque el que está en la cárcel sueña con paraísos, con imágenes de estrellas de cine que te servirán para escapar. Porque a nadie le gusta que se le caiga el jabón en la ducha, por mucho que le prometan la salvación eterna. O puede elegirse algo muy cercano. Que el nombre del río sea de una ciudad del terruño. Que el personaje se suba a un monte que no necesite el auxilio de Google Maps. Que no es que sea importante que sea de aquí. O sí, porque significa que lo cercano te importa, que partes de ello, que lo convierten en postulado artístico del realismo. Puedes uno irse a la Edad Media. O se inventa un tiempo. O se elige una fecha del futuro. Hay que elegir bien. Porque luego se pone «Los Ángeles, 2019» y el tiempo pasa muy rápido y los replicantes acechan. En realidad, acechan siempre. ¿Quién no se encontró alguna vez un búho que hace cosas raras con los ojos?
El caso es que la cosa va de inventarse una historia. Porque inventarla es lo que vale. No se puede llamar creación, porque nadie ha creado nada de la nada. O sí, porque imaginarse algo relativamente nuevo –si es que existe, si el mundo no es una convivencia con el estereotipo, con el molde, con algo que nadie se inventó porque ya era nuestro. De la humanidad, digo–. Se puede llamar como queramos que se llame. Pero es una historia que ensancha nuestro mundo. Ahora dicen que también ensancha nuestro cerebro. Que vivir ficciones sirve como si las viviésemos. Pero eso ya lo sabíamos cuando nos acurrucábamos en los días de invierno y Nemo nos raptaba lo mismo que a Aronnax, cuando Moonfleet nos cautivaba con sus contrabandistas o cuando alguien lucha contra alguien y puede ser su amigo, su hermano o su padre.
El caso es la cosa. Inventarse una historia. Y poder mandar todo a la puta mierda. Y decir que ya basta. Y dar un puñetazo en la mesa. Ese que no nos atrevemos a dar nunca para seguir con nuestra rutina asquerosa. Luego podremos engañarnos, hacer la flor de loto y elevar los dedos pulgar y corazón y hacer sonidos quejumbrosos. ¿Quién coño ha conseguido dejar la mente en blanco? Eso es imposible y todo el mundo lo sabe. Y lo podemos hacer de muchas maneras, pero esta es la única legal, la única aceptada. La única que nos permiten aunque a nosotros, en el fondo, nos dé igual. Nadie sabe lo que escriben para que otros lo lean. Lo que algunos leen para que otros lo escriban.
En eso consiste la cosa. En inventarse una historia. Y que todo nazca, perdure y muera. La rosa no es nada. Ni metáfora, ni símbolo. Ni emblema, ni escudo, ni nada. Y que todo gire en las ficciones. Que el mundo nos dé vueltas y que gire más allá de las órbitas. Porque no conoceremos más órbitas que las de los ojos que un día se perdieron en una ficción.
(La imagen pertenece al Libro de horas de Jean de Montauban, de la Biblioteca des Champs libres, en Rennes.)