Hoy era un día en el que iba a escribir de las muertes televisivas y televisadas. Iba a escribir sobre la exposición, la explosión mediática, los minutos y minutos de los informativos dedicados a una muerte. Iba a escribir sobre la tendencia, cada vez más frecuente, de poner el hecho por encima de la persona, anteponer la audiencia por encima de casi todo.
Lo iba a hacer. Pero me he dado cuenta de que podría ser interpretado de forma aviesa, más todavía porque casi todos saben que no me gusta nada el mundo del fútbol ni sus circunstancias, centrales o periféricas. Y, desde luego, no lo hago porque no tengo nada en contra de Tito Vilanova. Al contrario, me resultaba simpática la figura de un personaje que, siendo segundo, llegó a ser primero. Y, por supuesto, porque lamento profundamente que una persona muera de esa forma, con esa enfermedad y a edad tan temprana. Y porrque, en general, admiro a las personas discretas, creo que el caso del exentrenador del Barcelona era un pequeño homenaje a los que van por el mundo casi de puntillas pero no para parecer más altos, sino para hacer poco ruido.
Pero lo que iba a hacer en la entrada de hoy –y he decidido no realizar– es mostrar la disconformidad total de engrandecer las cosas con la muerte. Vimos en la tele llorar por Adolfo Suárez a personas que, cuando era el momento, nunca le prestaron su apoyo. Vimos gemir por Gabriel García Márquez a personas que nunca abrieron uno de sus libros. Y ahora vemos llorar por Tito como si él hubiese formado parte inherente de sus vidas.
En definitiva, iba a escribir que todo lo que gira a la muerte y los medios es algo que nos sirve más para teorizar sobre los mecanismos de la psicología social que para cualquier otra cosa. Y, desde el ángulo de los receptores, también nos vale para darnos alguna lección aplicada de sociología. Pero yo pensaba, cuando iba a escribir esta entrada, que la muerte nos la pintan como algo profundamente íntimo, próximo y, por lo tanto, nos están haciendo trampa. Y también provoca que nos engañemos a nosotros mismos.
De hecho, era una entrada que tenía preparada hace unos días. En ella, tiraba de Wikipedia para ver todas las cosas que tienen un significado para mí en un día 25 de abril. Veía que se publicaba Robinson Crusoe, uno de mis libros favoritos. O que el 25 de abril no fue en día triste porque nacieron –en diferentes años, claro– Leopoldo Alas, Ella Fitgerald, Uderzo o Al Pacino. O que el 25 de abril sí nos causó otras pérdidas, tan significativas: Leon Battista Alberti, el maestro renacentista; Emilio Salgari, con el que vivimos tantas y tantas aventuras de piratas; Carol Reed, ese cineasta que nos regaló El tercer hombre; Ginger Rogers, con la que aprendimos que la vida filmada es música y baile; Alan Sillitoe, que nos mostró como nadie lo que luego descubrí tantas veces en los caminos: la soledad del corredor de fondo. Y otros más.
Pero es una entrada que he decidido no escribir, porque escribir sobre la muerte es una cosa que me ha dejado de apetecer a medida que pasaban las horas. Porque prefería dejar la muerte hoy y pasar a otra cosa. Por respeto a los muertos y para no molestar a los que hacen la fortuna con sus óbitos.
Por eso, he decidido no hacerlo. Era ley de vida.
(La imagen pertenece a mi galería de Flickr y está tomada en la catedral de Exeter.)