Ha pasado muchas veces, demasiadas. Pero, para mí, hoy (14 de noviembre), es el día que lo explica todo, que todo lo ejemplifica. Hace cien años, Marcel Proust publicó Por el camino de Swann (Du côté de chez Swann), el que sería el primer libro de su obra En busca del tiempo perdido, una de las catedrales de la literatura universal.
Hoy nadie discute el carácter de obra maestra de La Recherche –aunque tengo la impresión de que Proust puede ser un autor conocido, pero poco leído, incluso por lectores avezados–, pero es necesario recordarlo: Marcel Proust tuvo que publicar la novela por su cuenta, una vez que fuera rechazado por una editorial. Eso lo explica todo, aunque muchas veces lo olvidemos: el mundo de la creación está expuesto al vaivén de voluntades, desidias e ignorancias. De lecturas a medias, de lecturas superficiales. Confiamos en los criterios de selección de las editoriales. Confiamos en los críticos literarios. Confían en nosotros, los profesores de esto de la Filología. Pero no tenemos ni idea. Nadie tiene ni zorra idea. Establecemos parámetros con nuestros gustos, que muchas veces son horribles y damos juicios de valor con un criterio, aunque nada nos demuestra que ese criterio pase a estar adjetivado de forma positiva. Un servidor, que se doctoró en el área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, ha tenido que aguantar muchas veces los argumentos de la crítica científica (queda mucho mejor esto que la realidad, que solo es cientificista), cargada de razones… a posteriori. Es como si todos le negasen los 180 grados a un triángulo hasta que alguien se lo estampa en la cabeza.
Tan pagados estamos de nosotros mismos, que nos creemos que nuestra verdad es la verdad. Pero lo grave es que, como tantas otras veces –demasiadas, seguramente–, À la recherche du temps perdu podía no haber llegado a estar entre nosotros, para hacernos presentes la mezcla más sugerente entre literatura, arte y vida. Leí las primeras páginas de Por el camino de Swann a los veinte años y, desde entonces, mi vida es una aventura literaria diferente. No daba crédito a lo que estaba leyendo. Esa dilatación expansiva y gozosa de la escritura. Ese retorcimiento inteligente de la sintaxis, que pude saborear en francés en uno de los mejores regalos que me han hecho, que me llegó a Valladolid desde la distancia. Esos intentos infantiles de intentar traducir párrafos y párrafos sin conseguir ni siquiera un brillo entre tanto espejo. Esa vuelta y vuelta hacia el tiempo, cuando el principio es el final y el final es el principio de todo. Aún recuerdo cuando llegué con devoción a la habitación de Proust en el Museo Carnavalet de París, el lugar donde la prisión del artista obcecado por cerrar su obra supuso la libertad y el gozo del mundo entero.
Por eso, os animo a todos a que no olvidéis un día como el de hoy: 14 de octubre. Para que desconfiéis de todo y de todos. Y para que tengáis presente, de hoy hasta el final de los días, uno de las afirmaciones irrevocables: no tenemos ni zorra idea cuando se trata de juicios estéticos, cuando se trata de valoraciones. Pero somos expertos en hacer homenajes.
(La imagen que encabeza la entrada es una de las páginas manuscritas de la obra de Proust.)
Tomaré en cuenta tu recomendación 😉
Empieza solo con las primeras páginas de Proust. Se lo agradecerás toda la vida. 😉
Me declaro culpable de haber leído muchísimo, pero nunca grandes clásicos como este. De hecho, hace poco que me atreví con Tolstoi. No me da el tiempo para todo… 🙂