Esta entrada la he intentado escribir muchas veces. La he tratado de objetivar. La he escrito y la he borrado. La he pormenorizado y la he abreviado. Hasta ahora, no he podido con ella porque no puedo con su contenido, que me tiene alerta todas las noches. Que me despierta de súbito. Que se aloja en mis peores pesadillas, en el territorio de los sueños oscuros que enlazan con las realidades. Y noto que tengo que sacar esa angustia hacia afuera, para que no me coma. Quizás nunca pueda superar el miedo que me produce algo que no es un recuerdo, sino algo que siento vivo como el primer día.
Vi morir a mi padre. Un año después, vi morir a mi madre. Y mi memoria ha sufrido recordando cuando estaban en el tránsito. Mi padre, por la tarde, en la planta del hospital que le faltaba por visitar y la más adecuada para él: la infantil, entre dibujos de colores. Mi madre, de un modo más solitario, entre la noche y las vagas tinieblas de una lámpara con tubo fluorescente entibiado con una toalla.
Es imposible describir el momento, porque llega e intentas asegurarte de que no ha pasado. Esperas un último latido. Una respiración. Algo que te conecte con lo que fueron. De repente, descubres con estupefacción que solo quedan sus ojos. Cuando ellos ya no están.
(Imagen de Jef Safi.)
Hay cosas tan duras que nuestra mente busca formas de suavizarlas. Hasta que un día te da una bofetada de realidad.