Por azares del destino, he acabado reflexionando mucho sobre la norma, la norma lingüística y la norma y regulación ortográfica. He de confesar que jamás lo intuí, nunca lo pretendí. Mi formación en el terreno de la Lingüística me llevaba a tomar cualquier tipo de variante como rasgo digno de ser analizado dentro del sistema y a no pensar directamente en su (in)corrección.
A lo largo de los años, fui notando la percepción que, desde fuera, se tenía de todo aquel que hubiera estudiado Filología Hispánica: en el fondo, todo se resumía a preguntar y repreguntar sobre lo que estaba bien dicho y lo que no, lo que estaba bien o no escrito. Todo ello suponía olvidar un principio esencial: que la La lengua no es de nadie, y mucho menos de los filólogos. La lengua es de todos. Y ese es su principal privilegio. Lo malo es que, con ser de todos, acaba por no ser de nadie: suma de descuidos, ignorancias y vacíos.
He impartido bastantes cursos sobre estos temas: hace unos cuantos años, a funcionarios de la Junta de Castilla y León; desde hace poco, a profesores de secundaria. En todas estas jornadas de intercambio, he descubierto varias cosas: la primera, que no hay que dar nada por sabido, ni siquiera lo mínimo, lo aparentemente fácil; la segunda, que existe auténtico interés, verdadera inquietud para escribir bien, correctamente. El mejor ejemplo me lo puso un profesor de una prisión: según decía, los presos pedían cursos de formación de ortografía porque, según su percepción, ese era el primer peldaño para una buena formación, para subir el escalón cultural y, por lo tanto, ascender en el escalafón social.
Pero todo esto no nos tiene que llevar a ser optimistas. Solo están interesados en aprender aquellos que son conscientes de sus carencias. Incluso los formadores, los profesores, las tenemos. En mi caso, me paso el día mirando el diccionario, las gramáticas, reflexiono constantemente sobre el uso que se le da a la lengua y el que le doy yo, personalmente. Y cada día me surgen nuevas dudas, nuevas inquietudes. Y soy consciente de que soy el primero que me equivoco (o, a veces, no lo soy y, por ello, soy doblemente culpable).
Otro aspecto de mejora sería el de la formación de todas estas cuestiones desde los primeros años escolares. Sorprendentemente, seguimos con los mismos métodos, las mismas rutinas. Fórmulas redichas, que no son eficaces y que no debería creerse nadie. No nos extenderemos en este asunto, pero todavía nadie ha demostrado que hacer mil dictados lleve a mejorar la ortografía. Hay otras propuestas y otras metodologías, pero hay que conocerlas. Y nadie ha dicho que aprender cosas nuevas sea fácil, aunque sí puede ser divertido.
¿A qué viene todo esto, hoy? A la despreocupación que veo por parte de algunos responsables en el ámbito universitario por las cuestiones ortográficas, por la pulcritud en la expresión escrita. Somos culpables los profesores, porque perdonamos lo imperdonable y sacamos al mundo de los graduados a personas que no tienen la soltura necesaria. Son culpables las normativas y los reglamentos, porque deberían ser mucho más claros al respecto. Son culpables las autoridades académicas, cada una en su ámbito, porque no promueven planes de formación para el personal de administración y servicios ni para los cuerpos docentes. En los años que llevo dedicándome a esto, basta hacer un test sencillo para comprobar que (casi) nadie tiene los conocimientos deseables. Y luego pasa lo que pasa. Por ejemplo, que un gran colectivo de alumnos reciba, de forma institucional, un mensaje de correo plagado de faltas de ortografía.
Y luego, al final, del camino, lloramos.
(La imagen es de Daniela Hartmann.)