Del mismo modo que le gusta subir a las alturas, al turista le gusta navegar por los ríos. Llega a un embarcadero y no puede evitar montarse en un barco que le lleve a dar un recorrido por la ciudad. Bien es cierto que, al poco tiempo, pierde el hilo de las explicaciones que va dando alguien micrófono en mano y va dejándose mecer por el sentido que tiene fluir por la arteria que da sentido a la ciudad. Además de la mirada mecánica hacia un lado u otro motivada por alguno de los edificios excelentes, el turista va fijándose en pequeños detalles que le arriman a los sitios de una manera cada vez más emocional. Ese barco en el que uno vive, ese edificio exquisito que, de no ser por este viaje, pasaría desapercibido entre todo lo demás. Al turista le gusta también fijarse en los rostros y reacciones de las personas que están en el barco: su manera de enfocar los objetivos hacia el todo o hacia la nada, las sonrisas de satisfacción que les alejan, por un momento, de todos sus problemas.
El turista reflexiona y descubre que las ciudades de las que se ha sentido enamorado tienen un río. Y son ríos que, desde su historia, siempre le han hecho pensar.
(La foto pertenece a mi galería de Flickr.)