El turista cree haber dicho en otras ocasiones que le gusta subirse a las alturas, a esas alturas típicas de los lugares típicos. Piensa que hay en ello algo de ver sin ser visto o algo de ver lo que otros contemplan en las postales con la perspectiva inversa. También puede ser una cuestión psicoanalítica, de llegar a las cimas como símbolo de prepotencia. O un espíritu deportivo mal entendido de intentar llegar siempre más arriba.
En este caso, nunca hubiese pensado que lo haría en un artilugio mecánico. En su ignorancia sana o ignorancia a secas, él había pensado siempre que era una noria, sin más. Pero no. Se trata de unas cápsulas que no dan vueltas y vueltas, sino una vuelta, en singular. Lo que atrae no es la agitación del vértigo combinado con el movimiento, sino la contemplación espaciosa y más o menos serena de un movimiento ralentizad0.
Ha tenido suerte: si le hubiesen dado a elegir entre todas las posibilidades contempladas, él hubiese elegido un día de lluvia matizada. Le gustan los días lluviosos. En eso se diferencia, probablemente, de los turistas amigos sempiternos del sol. Le gusta la lluvia por varias razones. La primera, que con luz tras las nubes la lluvia aparece inaudita, maravillosa, vivificante. La segunda, que quizás una ciudad como la que está visitando, tan asociada al agua caída del cielo, quizás no sería la misma sin ella. Además, ahora la lluvia se ve desde dentro, entre una urna de cristal que provoca una contemplación nueva. Los monumentos, el paisaje urbano no es sino un fondo mediatizado por el primer plano de las gotas sobre los cristales.
Un poco más tarde, el turista bajará de las alturas y, ya pie en tierra, comprará un paraguas típico en una tienda típica. Nunca hubiese imaginado que llegaría comprar un objeto cotidiano con los colores de una bandera. Lo ha hecho. Pero hablaremos a ras de suelo. Después.
(La imagen procede de mi galería en Flickr).