A primera vista, es una fotografía típica de una boda. Una más: un grupo de personas organizadas de forma más o menos jerárquica en torno a los novios. Sin embargo, a nada que observemos con algo más de detenimiento, es una muestra de que el instante que capta una imagen fotográfica, que algunas veces es tan inexacto y tramposo, se desvela en otras ocasiones como todo un ejemplo de que el momento congelado es el que recoge la realidad auténtica.
Un par de niños, en la parte baja, se tiran de las mangas de unas camisas demasiado peripuestas. En la parte izquierda, tres personas más o menos jóvenes que, por lo que parece, son hermanos de él o de ella, posan con una postura artificial, engolada, hierática. En la parte derecha, dos personas sonríen con una gran alegría que, sin duda, tiene procedencia en un chiste, en una chorrada que les hace parecer lo que, sin duda, son: poco convencionales y ajenos a todo este sarao. Los padres de ella y él –no sabemos exactamente quién es de quién– son de lo más dispar. Una de las madres permanece triste, con la mirada perdida; la otra, mantiene un gesto engolado y autosuficiente. Entre los padres, el del traje cruzado mira a la camara y su expresión viene a preguntar un qué-hago-yo-aquí, mientras que el otro ha sido pillado por el fotógrafo haciendo un gesto estirando la mandíbula hacia arriba. Ella mira directamente a la cámara, con unos morritos que, más que sensuales o circunstanciales, son víctimas de no saber muy bien qué hacer. Y él aparece encajado entre toda la gente, con la impresión de que no cabe en la foto. Con los hombros encogidos, intentando hacerse un sitio. Y, lo más llamativo, con la vista en el horizonte.