Es obvio que vivimos tiempos en los que algunos servicios indispensables, como la enseñanza y la sanidad están recibiendo tortazos, cercenamientos y amputaciones. Esto no afecta solo a lo esencial como país, sino que afecta, claro, a la suma individual, uno más uno, de cada uno de sus integrantes. En el terreno de la educación, los profesores reciben por todos los lados. Por parte de algunos medios, se atacó –y, pese a la verdad o a la falsedad del hecho, creo que el objetivo en la diana era más avieso– la falta de preparación de los opositores a primaria. Y, por supuesto, a nada que se escarbe, tras la palabra profesor rezuman rencores trasladados en formas de palabras y expresiones: «vacaciones», «jornada laboral», etcétera. Etcétera. Etcétera.
Pero hoy no vengo a hablar de lo mío ni de nada de lo que forme yo parte, sino de un caso individual que creo que, sumado a miles y miles de ellos en toda España, podría hacer recalcular ese conjunto y verlo de forma bastante más positiva. Hace ya unos cuantos meses, casi a principios de curso, hablaba con Rosa, la tutora de mi hijo en 4.º de la ESO. Desde el primer momento en el que la vi, sabía que estaba ante una profesional como la copa de un pino. No solo era una profesora muy consciente de todo el andamiaje teórico académico, sino que, además, –y mucho más importante, a mi juicio– entendía el distinto apoyo emocional que necesitaba cada alumno. Sabía que cada alumno no es un ente abstracto, sino que, tras cada nombre y cada cara, habita un adolescente al que el mundo le afecta de manera muy distinta. Ella, lejos del desánimo y con una sonrisa permanente, sabía de qué pie cojeaba cada uno y, por lo tanto, era conocedora de el trato que necesitaba. De esta manera, he ido notando cómo mi hijo ha ido creciendo como alumno, pero también como persona. Por supuesto, él tendrá una parte importante de ese mérito, pero no podemos olvidar que ese apoyo, ese conocimiento, ese ser consciente de cómo necesita ser tratado como chico concreto es algo fundamental. A fin de cuentas, todo alumno, de cualquier sistema educativo, mantiene con sus compañeros unas características colectivas, que han de ser tratadas como tales y, además, tiene unas circunstancias personales, individuales, (casi) únicas, que han de ser percibidas y tratadas para que salga adelante.
Al final de esa entrevista, hablábamos de todas estas cosas y yo le dije a Rosa que yo entendía que, en algunas ocasiones, los profesores no estuviesen al tanto de todos estos particulares, porque iba a llegar un momento vital en el que uno tendría que aclimatarse a lo que le tocase. Y ella me dio una lección difícil de olvidar: me dijo que todos nosotros, en nuestras labores, necesitamos en algún momento un nexo de unión cálida entre personas. En definitiva, todos, en algún momento de nuestro trabajo, nos merecemos un abrazo. Ese contacto es el que nos hace ser mejores, nos anima, nos ayuda a superar las dificultades.
Rosa comentaba que, a veces, los viernes, cuando acababa la dura semana lectiva, salía del centro educativo con la sensación de haberlo dado todo, de haber echado el resto. Y que en esos momentos, en la soledad que lleva la reflexión, decía, ella también necesitaría sentirse reconocida, recibir ese abrazo.
Por mi parte, solo me queda dar un fortísimo abrazo a todos los profesores que hacen mejores a nuestros hijos. Y, desde luego, un abrazo, para ti, Rosa. Te lo mereces por muchas cosas. Gracias. Gracias. Gracias.
(Imagen de Defies.)
Hay maestros excepcionales ¡cuánta falta nos hacen a todos!