Iba a escribir hoy una entrada sobre otra cosa, retomar una serie que hace muchos meses que no toco. Y, no sé por qué, de repente, me han venido a la cabeza dos ideas, dos recuerdos en forma de chispazo.
Uno, de Pitágoras. Se dice que alguien llamó sabio a Pitágoras y él dijo algo parecido a esto: «No me llames sabio, porque solo la divinidad lo es. Llámame, simplemente, amigo de la sabiduría». Y de ahí viene la palabra filosofía.
Otro, de San Anselmo de Canterbury. Para demostrar la existencia de Dios, dijo que todos tenemos en la mente la idea de un ser perfecto, sede de todas las perfecciones, mayor que el cual nada puede existir. Y decía que ese ser tiene que existir, además de en la mente, en la realidad. Porque, si solo existiese en la mente, podría concebirse otro ser más perfecto, con todas sus atribuciones y perfecciones y, además existente (lo que le convertiría en algo aún más perfecto). Y así nació el argumento ontológico, no tan importante en cuanto a cuestiones teológicas sino porque contiene, dentro de sí, todas las lecciones importantes de la filosofía analítica.
Y, cuando iba escribiendo, me he acordado de uno de esos filósofos que se inició en la filosofía analítica y que acabó siendo de todo y otras cosas, Ludwig Wittgenstein. Cuando hablaba de la función de la filosofía, de nuestro pensamiento, decía que era muy simple: la labor de la filosofía era enseñar a una mosca a salir de una botella.
Ahora solo queda adivinar quiénes son las moscas. Y si saben que, a su alrededor, nos circunda una botella. He ahí la clave (creo).
(Imagen de Bleu Celt.)