Hay días que corres por afición, hay días en que corres porque lo necesitas. Y hay días que corres porque sí. Sin más.
Hoy me he enfundado los calcetines, una camiseta térmica, unas mallas y un cortavientos. Cuando me ajustaba las mallas, notaba el dolor del ejercicio de ayer. Pese a todo, he seguido con el ritual. Me he ajustado bien los cordones de las zapatillas y he temido, una vez más, que ese pequeño roto en la parte interior del talón de la zapatilla derecha me va a dar un disgusto más pronto que tarde. He bajado lentamente las escaleras y, mientras iba trotando muy lentamente, he ido ajustando mis guantes, que tienen más rotos que descosidos. Como he comprobado que volvía a llover, me he puesto la gorra.
La lluvia me ha impedido correr por la hierba, a lo largo de la ribera del río. Mis piernas se han ido cargando con los golpes sobre las losetas, sobre el asfalto. Cuando corres, tienes que poner un ritmo. Hoy mi ritmo no era el del pulsómetro. Hoy mi cronómetro no me marcaba las referencias. He dejado, como muchos días, que la disciplina me la imponga la respiración: sabes que corres bien, a ritmo aceptable, cuando respiras fuerte pero no jadeas; sabes que corres bien cuando tú llevas tus piernas y no al revés.
La temperatura, perfecta. La lluvia, la suficiente para ir mojando las gafas; la oportuna para no impedirte avanzar. He llegado a una cuesta inmensa. Ayer ya me había enfrentado a ella. Hoy lo he hecho marcando más las zancadas, impulsándome con más fuerzas. Ayer vencí a la cuesta y me dejé caer en la bajada. Hoy vencí la cuesta todavía más rápido. Me he deslizado por la bajada. Y he vuelto de nuevo a enfrentarme a la cuesta. Más rápido. Más fuerte. Porque hay días que corres porque sí y das una vuelta por el campo. Y por tu voluntad.
(Imagen de Frédéric Glorieux.)
y hay días que corres por recomendación médica y sacas la voluntad del lugar más recóndito de tu cabeza y te lanzas a la calle, a comerte las aceras con tus zapatillas, para no dejar que el mundo entero se te coma a ti,
biquiños,