Marisa ha llegado al bar. Había quedado a las 17:30 para tomar un café con Julia. Hace más de un mes que no se veían y Marisa, al final, la llamó ayer para decirle que si se animaba a retomar, aunque fuese por un día, su cita habitual de los miércoles por la tarde. Marisa ha entrado en el bar, ha echado un vistazo general a todas las mesas y, al ver que Marisa no estaba en ninguna de ellas, se ha acordado de las dos mesitas del fondo, que quedan ocultas por la barra. Se ha acercado, pero ha descubierto que estaban desocupadas. Marisa se ha dado la vuelta y ha salido del bar. Tiene la manía de no esperar sola dentro de los bares cuando queda con alguien. A Marisa siempre la dado la impresión de que estar solo en un bar es la metáfora más cruel de lo que significa estar solo en el mundo. Por eso, nunca ha entendido a aquellas personas que bajan al bar a desayunar mientras leen el periódico y, mucho menos, a aquellos que están acodados en la barra, con su cerveza o su vino, mirando hacia el infinito.
Marisa prefiere esperar en la calle, aunque quede expuesta a la vista de todo el mundo, aunque la espera se vaya convirtiendo, nerviosamente, en duda sobre la hora, a medida que se van estirando los minutos. Después de mirar fijamente hacia un lado y hacia el otro, Marisa se ha puesto a mirar el escaparate de la ferretería por tercera vez y, por tercera vez, se ha sorprendido del precio de ese grifo que, de tan moderno, resulta anticuado. Ha consultado la hora en su reloj y ha sacado del móvil del bolso para comprobar que no lo tiene en silencio, que no ha recibido ningún mensaje de Julia diciendo que se ha entretenido, que llega más tarde. Se ha vuelto a acercar al bar y ha mirado la pizarra en la que está escrito el menú del día. 8,50, qué barato, ha pensado Marisa. Demasiado, para unas cocochas. De dónde habrán salido. De merluza no son, desde luego. De bacalao, como mucho. Y, por supuesto, congeladas. Marisa, aunque no se ha separado más de cinco metros de la puerta, ha pensado que quizá se ha despistado un momento. Vuelve a entrar al bar y repite la rutina. Llega hasta el final y encuentra a dos chicas, cada una sentada en una mesa, una con un ordenador portátil y otra tecleando compulsivamente en el teléfono móvil. Al salir, un grupo de tres chicos se ríen. Marisa, por un momento, piensa que puedan reírse de ella, que reconstruyan, sin saberla, su historia de forma certera. Acelera el paso para salir cuanto antes, con un cierto rubor en las mejillas. Marisa se siente tonta, susceptible y pesimista.
Cuando vuelve a salir a la calle, mira hacia un lado y hacia otro. Consulta al reloj y ve, que tras quince minutos de espera, Julia no llega. Hay dos personas fumando en un barril que sirve de mostrador, muertos de frío. Marisa saca el móvil, simulando una llamada, hace como que contesta. Y habla: ¿Julia? ¿Sí? Bueno, no pasa nada. Lo dejamos para otro día. Y enfila el camino hacia su casa, con pasos cada vez más lentos, cada vez más cansada de esperar.
(Imagen de Paco CT. Esta entrada pertenece a la serie Fragmentos para una teoría del caos.