ÉL. Mira, he escrito una carta a los Reyes.
ELLA. ¿Ya vuelves a mandar cartitas a personalidades? Si llegan a leer la que le mandaste al Presidente de Gobierno, te meten en la cárcel. Y la que mandaste al ABC hablando de su línea editorial tampoco tenía desperdicio.
ÉL. Uy, sí, esa fue mundial. No, en esta ocasión, es una carta inocente, como la de un niño más en un 5 de enero.
ELLA. Seguro que te sacas de la manga alguna chuminada.
ÉL. Qué va. Es muy en serio. Que he empezado con un «Queridos Reyes Magos» y todo.
ELLA. Sí, lo malo seguro que viene después. Que si «he sido un chico malo», que si «me he portado regular, tirando a mal». Algo así como «no quiero nada de vosotros, no necesito nada de nadie». Y acabando con un «que os den por donde más duele» o alguna fineza por el estilo.
ÉL. ¿Cómo lo sabes? ¿Has mirado el ordenador sin mi permiso?
ELLA. Primero, no puedo mirar tu ordenador porque lo tienes protegido por contraseña. Segundo, lo sé porque te conozco como si te hubiera parido. Y tercero, pero lo más importante: eres tonto, tonto hasta decir basta. O, lo que es lo mismo, gilipollas.
ÉL. Pues a mí me gustaba. Como ejercicio de estilo. Un día te la dejo, ¿vale?
ELLA. Lo dicho, tonto perdido. Y te va a traer regalos el gordo ese, vestido de rojo.
(Imagen de Artamir.)
pues a mí no me parece gilipollas, a mí me parece una persona inocente y me gusta… me gusta que las personas conserven ese ramalazo infantil a lo largo de toda la vida.
biquiños,