He tardado en escribir sobre esta casa porque me trae tantos recuerdos –algunos de ellos muy amargos– que me resulta muy difícil sufrir con el recuerdo. De la calle San Agustín nos mudamos a la calle General Mola. Ahora no se llama así, afortunadamente, sino que ha recuperado su nombre prefranquista, la calle del Progreso (¡cuántas matizaciones simbólicas en los nombres, en las realidades, en los destinos «nacionales»!). Yo era bastante pequeño (unos siete u ocho años, creo) y tenía solo una conciencia parcial de lo que significaba un cambio de casa. Recuerdo haber ido a ver con mi familia alguna de las casas que podrían haber sido el destino final, pero, a la postre, fue esta: General Mola, 12. 3º izquierda.
Era la primera vez que veía los preparativos de un traslado de domicilio, desde los barnices, la pintura, hasta la mudanza y la aventura de dejar de vivir en lo que es tu sitio para trasladarte a otro. Yo no me hacía la idea de lo que supondría vivir en otro lugar que no fuese el de siempre. Y no porque la cosa no prometiera: era una casa enorme (teníamos salón, cuarto de estar y comedor), yo iba a tener una habitación propia y muchas otras cosas más. Pero la mente de un niño está entre dos polos: el no ver más allá de las narices de lo vivido y el ver mucho más allá de sus narices para dejar de estar en el pasado. Sin duda, si tuviese que elegir una de las casas en las que viví con mi padre, esa sería la casa.
Desde la primera noche, vivida en la aventura de dormir en la provisionalidad de un lugar que no es más que un conjunto de trastos hasta la instauración paulatina del cosmos en nuestras vidas, este fue el lugar en el que fui pasando por muchas de las experiencias que fortalecieron y condicionan hoy mi vida. Se me olvidaba decir que era una casa instalada en la paradoja: como he dicho, vivíamos en un tercero… que, subido tramo a tramo por la escalera, era un quinto piso. El primer tramo era un vacío que correspondía a la altura de los locales comerciales (una cafetería que sigue siéndolo, una pollería que acabó siendo un vídeo-club y más cosas que no recuerdo), un segundo tramo al que se llamaba principal –entonces me enteré que, en las casas antiguas (y esta lo era) la altura noble era esa, en la que no había que sufrir los inconvenientes mecánicos de las alturas– y el inicio de los pisos numerados. A esta paradoja se le unía otra, ciertamente curiosa para mí: el ascensor lo era solo de subida. Al llegar al destino había que apretar a un botón para que descendiera y el retorno a la calle había que hacerlo por las escaleras. Todas las habitaciones daban al exterior, a excepción de la mía, que daba un patio. El mundo visto desde mi habitación era un mundo estrecho de ventanas, de luz relativa y de ensoñaciones provocadas por mi pasión por la lectura. Me encontraba un poco fuera del mundo, al fondo de un largo pasillo, con muchos metros de distancia entre los rincones de la vida familiar.
Y en ese largo pasillo que me separaba del mundo separo hoy esta entrada, para contar más cosas en la siguiente.
(Esta entrada pertenece a la serie Casas en las que he vivido. La imagen es de Vladimir Perfanov)
Me llama la atención esta frase:
«Sin duda, si tuviese que elegir una de las casas en las que viví con mi padre, esa sería la casa.»
biquiños,