Llamamos hogar al lugar en el que vivimos y extendemos el concepto a aquel que constituye nuestra morada más o menos permanente. Como la permanencia es propia del momento, nunca llega a serlo del todo, ni nosotros podemos llegar a adivinar su alcance. Siempre he pensado que el hogar es el enclave al que entras con familiaridad, llave en mano; aquel en el que sabes encender la luz a la primera entre las tinieblas; aquel en el que encuentras sin vacilar esa cazuela para guisos especiales.
A veces, sin embargo, la vida nos regala un hogar que lo es durante unos días, unas semanas, unos meses. Aquel en el que te refugias ante la adversidad, ante la causalidad, ante los imprevistos. Encontré un minihogar la noche que pasé en casa de mi tía en la calle Obispo don Mauricio, cuando hubo un incendio en la casa de al lado y me encontré asustado y en pijama en brazos de alguien (mi madre o mi padre, supongo). Son hogares vinculados, de algún modo, a la familia.
Pero hoy me detengo en otro hogar pasajero de características muy diferentes. La enfermedad que tenía mi padre y de la que he hablado en la entrada anterior de la serie motivó que tuviese que desplazarse a Madrid para un chequeo exhaustivo en La Paz. Ignoro lo que pasó con mi hermana y mi hermano (gracias a esta entrada, lo sabré: ¡cuántos detalles de nuestras vidas se pierden por no indagar suficientemente en ellos!), pero mi madre tuvo –lógicamente– que estar a su lado y yo pasé un tiempo en casa de unos íntimos amigos de la familia. A mí me pareció un mundo, pero no alcanzo a cuantificar mi estancia en días o semanas. La familia vivía en la plaza La Flora y su amabilidad y cercanía hizo que yo sintiese con bastante sintonía lo que era un hogar. La gran diferencia es que, por primera vez, yo aprendí con la diferencia. La ignorancia del niño lleva a pensar que todos los hogares son como el suyo. Yo, allí, descubrí un hogar totalmente diferente. Por muchas circunstancias, yo no jugaba en la calle, pero allí me encontré con horas escondido entre la vegetación del Espolón en horas en las que no había nadie. Nos aventurábamos a subir al Castillo (hoy lugar turístico y medianamente reconstruido; entonces un lugar recóndito y desalmado) con el único objetivo de clavar con fuerza un hierro forjado en la tierra. El centro de Burgos pasó a ser el centro de operaciones cotidiano de nuestros juegos.
Era una familia muy numerosa, con hijos de todas las edades posibles. Yo era compañero de colegio de Javier (creo que yo tenía unos siete años) y sus hermanas (Andrea, Verónica) eran las más próximas a nosotros en edad. Me llegué a acostumbrar al baño semanal colectivo (nos bañaban a la vez al menos a tres). No he vuelto a verlas desde hace más de veinte años, pero sería curioso verlas ahora como antiguas compañeras de esponja, de espuma. Aunque pertenecían a un sector acomodado, el mundo de los primeros años setenta tampoco era para tirar cohetes: allí se aprovechaba el agua del lavabo con un tapón que yo no usaba tanto en mi casa. La preocupación ahorradora de la madre llevaba a convertir en gomas elásticas de diferentes tamaños los guantes de cocina rotos tras el corte preciso de una tijera. Toda una lección de austeridad.
Allí vi, por primera vez, un traje de cofradía de Semana Santa antes de ser utilizado. También conocí la necesidad de tocar una armónica como bálsamo terapéutico para la enfermedad que empezó a arrastrar el padre. Los momentos díscolos de adolescencia de alguno de los hermanos mayores. En la finca de la familia, a lo largo de unos cuantos años, pasé muchos de mis mejores momentos de verano. Ahora que Burgos ha cambiado tanto por esa parte, me pregunto en qué se habrá convertido aquel enorme espacio para el juego. Lo mismo que me pregunto dónde estarán Javi, Andrea y Verónica. He intentado buceado por internet para saber de ellos, para hablarles de esta entrada, pero no he llegado a ningún resultado certero.
No llego a recordar cuándo ni cómo llegó a terminar todo. Pero no es menos cierto que, pese a las inquietudes nocturnas y las vacilaciones inconscientes de no saber lo que está pasando en tu familia, ese fue mi plácido hogar. Uno de los hogares pasajeros que la vida nos regala un día.
(Esta entrada pertenece a la serie Casas en las que he vivido. Imagen de Miguel Ángel Díaz-Rey.)
Sí, Aldabra: los hogares, los auténticos, los construimos nosotros.
Buenos días, Raúl Urbina:
Me has llevado -en el recuerdo- hasta esa calle de la fotografía, y a una casa con olor a manzanas, en la que vivía una familia tan numerosa que alguno de los nombres creo coinciden con los que tu citas.
La madre también era una señora excelente. Tenía que haber sido muy guapa, pues lo era después de dar vida a tantos hijos.
No te será muy difícil, en una Ciudad como Burgos, reencontrarte con tus amigos.
Saludos.
nunca me paré a analizar esa idea de los diferentes hogares y menos de los minihogares… hogares temporales… tal vez porque nunca me sentí demasiado segura en mi casa paterna… mi verdadero es hogar es el que yo misma construí…
biquiños,