Confieso mi debilidad por el primer capítulo del Quijote. Siempre que vuelvo mis ojos a las páginas de Cervantes, sea por motivos profesionales, por puro vicio lector o –lo más frecuente– por ambas cosas a la vez, no deja de admirarme la construcción perfecta del inicio de la novela (y de toda la obra en general, por supuesto): un hombre corriente, como muchos otros en su época, con sus costumbres alimenticias, su atuendo, su fisionomía. Su afición a la lectura –con las vueltas y revueltas que da en su cabeza a las ficciones caballerescas–, que acaba por convertirse en vicio y, posteriormente, en obsesión enfermiza. Todo ello incontrolado, dentro de unos límites, hasta que toma la decisión de saltar al otro lado del espejo y decide convertir su afición, vicio y obsesión en realidad. Y cómo esa realidad no podía ser la realidad de cualquier ciudadano de a pie, sino la realidad que a él le gusta vivir.
En este proceso, se cruza la inconsistencia de los nombres y los lugares reales (no sabemos muy bien dónde vivió, no sabemos muy bien cómo se llamaba en realidad nuestro hidalgo), se pasa a un proceso de bautismo: el flaco caballo, Rocinante. Él mismo, don Quijote (en un maravilloso alarde, que no cabe aquí contar, mezclando elementos diversos de forma atinada e inteligente). Por fin, Dulcinea. Me fascina lo satisfecho que se queda don Quijote al dar nombre a la poco agraciada Aldonza Lorenzo y convertirlo en Dulcinea del Toboso. Al final, Cervantes piensa que el nombre de la dama, junto a todo las demás denominaciones, configura un nombre «músico y peregrino y significativo».
Músico, peregrino y significativo son, ni más ni menos, las características idóneas para dotar de un nombre a las cosas y a las personas: que sea eufónico, que resulte especial y que esté dotado de significado coherente con la realidad que lo contiene. Por eso, bautizar el mundo es, de algún modo, crearlo de nuevo.
En la mayor parte de las ocasiones, los nombres nos vienen dados. Los tenemos tan apegados a nuestro devenir que se nos olvida volvernos hacia ellos. En el caso de las personas, son los padres los que dan vueltas y más vueltas hasta que eligen un nombre para sus hijos (un día tengo que contar por qué me llamo Raúl y en qué medida mi padre tomó la decisión de saltarse el consenso familiar). Nacemos con un nombre y, en la mayor parte de las ocasiones, nos morimos con él y con posibles variantes en la forma de motes e hipocorísticos. Por eso, quiero comentar un hecho mágico y singular que acontece con los estudiantes chinos que acuden a la Universidad de Burgos como alumnos de intercambio.
Conscientes sus tutores de origen y ellos mismos de la dificultad de aprender y pronunciar sus nombres, escogen un nombre español para denominarse. Lo descubrí hace tres años, cuando mis alumnas fueron presentándose en clase de Terminología y me encontré con unas chicas que eran un manojo primoroso de flores (alguna se llamaba Violeta, otra Rosa, otra Margarita). Este año, tienen nombres de mujer corrientes en español. Preciosos nombres a los que han devuelto el vigor que habían perdido en mi memoria por ser para nosotros algo repetido y rutinario. Y no solo eso: me iban diciendo sus nombres y me iban explicando por qué habían escogido ese nombre y no otro. De entre una variedad inmensa y (casi) incontrolable, ellas habían seleccionado de forma motivada, lo que suponía, en cierta medida, que habían renacido como personas o –al menos– que habían interiorizado más su forma de ser y la habían ajustado al continente y contenido de su nuevo nombre.
No sé cómo se sentirán cuando, acabado al curso, vuelvan a su país, a su hogar. Pero, de momento, Cervantes ha tenido razón, una vez más. Ha vuelto la ficción como realidad y la realidad como ficción en forma de nombres. Músicos. Y peregrinos. Y significativos.
(Imagen de Silvia Cordero Vega.)
ah, por cierto, tu nombre me parece muy bonito.
biquiños,
el otro día en un progrma de la tele, hacían una encuesta por la calle y entrevistaban a una china a la que preguntaban el nombre y al contestar dijo: mi nombre en español es…. a mi me llamó mucho la atención aunque comprendí que para integrarse en nuestras rutinas diarias les sería más facil, que decir su nombre en chino…
sería bonito poder escoger un nuevo nombre pero sería una gran responsabilidad…
a mí, sin embargo, me gusta mucho mi nombre y no me lo cambiaría por nada (esther)… a mí hija le pusimos Inés, aunque he decir que pesó más mi insistencia que otra cosa para que llevara ese nombre.
en fin…
biquiños,