Me he dado cuenta de que casi siempre que he escrito sobre la enseñanza y los profesores lo he hecho para defender y dignificar nuestra labor como docentes: la importante misión no solo cultural sino social que desempeñamos; la gran responsabilidad de formar, de (re)conducir trayectorias académicas, pero también vitales; la poca consideración y recompensa que obtenemos que, para muchos, es la equivalencia a poco trabajo y vacaciones casi perpetuas.
No obstante, creo que nunca he hablado de nuestras múltiples miserias. Como no es cuestión de hacer más evidente lo que ya todo el mundo sabe. Como no está el horno para bollos. Como, en fin, no me apetece, voy a revelar aquí solo una de las mayores lacras de nuestra noble profesión.
Me refiero a ese deseo de quedar de pie por encima de todo y de todos. Acostumbrado como estaba el estamento a ser referencia cultural –y, hasta si se me apura, moral–. Aclimatados al «esto es así porque lo digo yo y no hay nadie a mano para rebatirlo». Propensos a refutar teorías presuntamente endebles de autores de prestigio con el beneficio de no tener a mano nadie que nos rebata. Adocenados y anclados en muchas de las teorías que nos enseñaron y que aceptamos como válidas de forma demasiado servil hace muchos años, los profesores nos hemos acostumbrado tanto a todas estas cosas que no nos contentamos con quedar en ese lugar elevado y privilegio como colectivo, sino que nos gusta gozar de esa visión, en busca de la devoción, por encima incluso de nuestros compañeros.
Sí, uno de los vicios que es bastante común en muchas profesiones pero que en la nuestra roza lo enfermizo es la crítica hacia el compañero. Desde luego, nunca es una crítica en forma de debate sereno. Casi nunca se produce cara a cara. Se desarrolla, fundamentalmente, en los recovecos de los despachos pero, sobre todo, en el aula y delante de nuestros alumnos. Aprovechamos la mínima para inmiscuirnos en la materia próxima al horario para asegurarnos de que todo lo que decía el presunto compañero carecía de consistencia. Convertimos los minutos de clase en procesos inquisitoriales en los que se juzga el antes, el después o el durante. O, si se puede, el contenido. Sobre todo el contenido. Dirigimos a nuestros alumnos preguntas capciosas para que nos contesten lo que nosotros nos temíamos. Ponemos el grito en el cielo. Realizamos aspavientos o, lo que es más efectivo, torcemos ligeramente el gesto y esbozamos una sonrisa que esconde una ración triple de sarcasmo. En suma, nos creemos la bomba y, para demostrarlo al mundo –ese mundo que se extiende a unas cuentas docenas de alumnos–, lo hacemos enmierdando lo que nos rodea. Todavía recuerdo con lástima y repelús los comentarios que un lumbreras muy reconocido (sobre todo por sí mismo y su camarilla y no tanto por la comunidad académica en general) que se dedicaba en sus clases a someter a juicio sumarísimo las clases de una profesora mucho más joven y compañera del área. El genio preguntaba de forma tan vehemente que un conjunto de pelotilleros en las primeras filas asentía más por adocenamiento que por responder con la verdad, dado que las teorías que explicaba esta profesora eran bastante más innovadoras que las del «maestro».
Como (casi) todos hacemos lo mismo, el efecto sobre nuestros alumnos es el contrario al que buscábamos. Cansados de que la pelota caiga en todos los tejados, tienden –con razón–, si son lo suficientemente activos y espabilados, a dudar de todo y, sobre todo, de todos. O, si la cosa pinta mal, se cae en la injusticia más tremenda y cruel de dar la razón al que está equivocado. Por diferentes circunstancias y razones que no vienen a cuento, he conocido unos cuantos casos –para los que busquen sangre, les advierto que no todos afectaban a mi Facultad y, en algunas ocasiones, ni siquiera se referían a nuestra querida Universidad– que ninguneaban todos los modelos de evaluación que no fueran los suyos, propios, magníficos e intransferibles; que descalificaban teorías expuestas en las clases sin haberse detenido a comprenderlas previamente; que afirmaban una cosa en un sitio y la contraria en otro, según su conveniencia; que se pensaban por encima de otros utilizando unos criterios y se ponían por encima de otros más utilizando los contrarios.
Algunos, en lo personal y lo académico, obtienen beneficios de sus miserias: hay quienes se mueven bien por el terreno y obtienen réditos más o menos importantes. A la larga, sin embargo, lo único que conseguimos es descender en esa categoría sublime del conocimiento a la que aspirábamos. Lo único que conseguimos es bajar un par de pisos para llegar al sótano del referente moral. Lo único que conseguimos es que de nosotros solo quede visible un horario que no responde a las horas que trabajamos en realidad y muuuuuuuuuuchas pero que muuuuuuuuuuchas vacaciones para pensar en cómo quedar de pie en esa partida de bolos que se ha convertido en el centro de nuestra preocupación.
(La foto pertenece a mi galería de Flickr.)
Algunos alumnos, simplemente, ni siquiera son conscientes de esa manipulación de la que hablas.
Apoyo lo que dice Pedro, era necesaria esta reflexión.
En gran medida, querido Raúl, tenemos lo que nos merecemos. No hablo de cada uno de nosotros, sino de la institución universitaria. ¿Hace cuánto dejamos de ser académicos? ¿Hace cuánto que no mantenemos conversaciones de verdad universitaria en el café de media mañana? ¿Hace cuánto que no sabemos de lo que están investigando nuestros compañeros?
Y, sobre todo, qué lamentable cuando se traspasa esa barrera que es la clase y se comparte la miseria con los alumnos, en vez de compartir la sabiduría.
Excelente y necesaria reflexión