David se ha despertado de repente en medio de la noche. Ha mirado el reloj de la mesilla: las 3:47 de la madrugada parpadeando en la pantalla digital. Se gira hacia la izquierda. Adivina un hombro parcialmente acogido por el borde de la sábana. Con esa luz débil del despertador, se fija de nuevo en la espalda, que revela una respiración pausada. David, de pronto, recobra algo más de conocimiento, algo más de consciencia mientras vuelve a darse la vuelta. Las 3:51. Se da cuenta de que una canción elegida hace mucho atronará en el amanecer a las 6:40. Cierra los ojos, sabiendo que el intento de dormir, a partir de este momento, será en vano. Se engaña intentando acoplarse con la respiración acompasada a su lado. Se revuelve de nuevo. Por unos instantes, sus párpados siguen cerrados más por una persistencia más entendida que por utilidad. Las 3:57. Con mucho cuidado, se levanta de la cama. Coge el albornoz y, con toda la calma que le permiten las tinieblas, rodea la cama y se sienta en el borde, al lado de sus piernas encogidas. Un mechón de pelo desordenado cubre parcialmente su rostro. Sus ojos consiguen estar cerrados con la fragilidad que supone estar a mucha distancia de la vigilia. David no pierde detalle de toda esa lección de calma. Al taparse con el albornoz, David hace un poco de ruido. Ella reacciona, se acomoda, pasa ligeramente su mano por la nariz intentando evitar un picor inexistente.
David mira el despertador. Son las 4:22. No quiere romper ese momento dulce, pero se mueve un poco hacia delante. Extiende su mano y, con mucho cuidado, toca su hombro más con un movimiento de pequeño contacto más que con una caricia, que se queda en algo incipiente. Ella mueve otro poco la cabeza. Un nuevo roce hace que abra un poco los ojos. Se aparta el mechón de la cara, que ahora está inundada con una contorsión muscular. David comprueba que le mira y que, en un murmullo, dice «Hola, cariño. Buenos días» para volver a descender hacia el pozo del sueño.
David sonríe. El reloj marca las 4:26. Y piensa en que ella se irá para siempre. Cuando amanezca otra vez.
(Entrada que entrecruza uno de los Fragmentos para una teoría del caos con las Canciones prosificadas, construyendo un relato a partir de la canción «El reloj», de Roberto Cantoral. La imagen es de Adrien Mogenet.)
El mérito, para mí, lo tiene la canción: si el texto se pliega a ella, necesariamente se embellece.
Sólo te diré que he podido sentir cada una de las palabras. Y la canción es preciosa. He releído el texto mientras la escuchaba y ha sido una experiencia muy intensa.
Besos,