Un tigre invisible en el infierno

Tenía tantas ganas de componer esta entrada que, al final, se me atragantaba en cada borrador con el que intentaba acometerla. Hoy la escribiré, pase lo que pase. El pasado día 18, Luz Sánchez-Mellado escribía en El País uno de los reportajes que más me ha llegado hasta el tuétano. Se titula «Ansiosos» y es, a mi juicio, el mejor análisis que se ha hecho desde fuera de lo que siente alguien que padece de ansiedad desde bien dentro.

La ansiedad no es, en el fondo, más que un mecanismo de defensa con el que nuestro organismo nos protege ante la eventualidad de cualquier peligro. Se manifiesta, por primera vez de modo casi azaroso. Uno está tranquilamente en su casa, en cualquier sitio, y empieza a sentir un pequeño malestar: su corazón empieza a acelerarse y nota un sudor frío. Parece que le cuesta respirar, que tiene un malestar en la región torácica. Nota una ligera sensación de mareo, posiblemente acompañado de una sensación de desrealización, de que las cosas son y están, pero ni son ni están como parecen. El primer día, piensa que le está dando un ataque cardíaco. Puede que necesite una visita rápida a un hospital. Allí, los médicos descartan que sea una urgencia vital. Le meten una pastilla debajo de la lengua y le reconfortan. «No pasa nada». Pero sí pasa. Los ataques pueden repetirse. No se sabe con qué frecuencia. No avisan. El cuerpo no le comunica al que lo padece que vuelve a ser lo mismo, porque es lo mismo, pero diferente. Cuando pasa por media docena de ataques, intenta ya situarse sin decir nada. La mayor parte de las ocasiones, llega de noche. Y el que lo sufre intenta mantener una calma imposible en silencio. Intenta relajarse, pero el control de su cuerpo lo tienen las emociones y no las razones. De hecho, procura dormirse aunque no llegue a firmar que de ese sueño logre despertarse.

La noches pasan, a veces, entre sobresaltos, o despertándose en medio de la noche, o demasiado pronto. Una noche tras otra. Cuando llega la mañana, no se tiene tanto la sensación de no haber dormido como la de no haber descansado. El resto del día pasa entre una tensión que, en muchas ocasiones, acaba con dolor de cabeza o con unas mandíbulas en opresión constante. El mal está tan generalizado que se convive con él durante todo el día. En un espejismo vital, se llega a pensar que ese es el estado natural. En medio de situaciones normales, surgen los interrogantes sobre la vida, la imposibilidad de pensar a un medio o a un largo plazo de forma pausada. No se trata de pesimismo, sino de una inecuación entre el futuro y la perspectiva. Algún médico le recetará unos comprimidos, pero se sabe que estos no aliviarán nunca la causa, sino que maniobrarán de forma torticera sobre el efecto. Decide vivir en el quicio, pero a pelo.

El miedo, la sensación de angustia no poseen, en muchas ocasiones, una proporción directa con sucesos vitales concretos; aunque todo el que los padece sabe, que de una u otra manera, estos sucesos vitales actúan como factor desencadenante de una más que posible razón genética. En el artículo, Luz Sánchez-Mellado lo explica de forma magistral: nuestro cuerpo actúa como si se enfrentarse a una amenaza real de peligro. Lo que ocurre, en este caso, es que no hay peligro real a la vista: el cerebro actúa como si tuviésemos a una fiera ante nosotros y tuviésemos que salvar la vida. Pero no hay tigre. Ese estado que nos salva la vida cuando es necesario, nos paraliza y aniquila cuando salta sin que nada lo exija ni nadie se lo pida. La alarma se dispara. El edificio se quema, se calienta, pero no hay llamas. El día a día pasa por sentirse con los nervios a flor de piel, por no ser capaz de controlar las preocupaciones, por preocuparse demasiado por las cosas y darles demasiadas vueltas, por la imposibilidad de estar relajado, por sentirse muy frecuentemente irritable o disgustado y con una sensación de tener el miedo metido en el cuerpo. De vez en cuando, el cuerpo se rompe un poco más, se rasga y se desboca a partes iguales.

Alrededor, la gente no se entera o no se inmuta. O no se da por aludido. Se tiene el convencimiento de que hay cerca un bicho raro, de mal carácter y que se pone nervioso por fruslerías. Todo se achaca más a una forma de ser, que no es, que a una forma de sufrir. Ni se alteran ni se inmutan porque no saben que no existe un tigre, pero el miedo y el dolor son reales como sus garras y como sus dentelladas. La vida se va volcando en pequeñas o grandes obsesiones: cuando no es el trabajo, es el deporte; cuando no es ninguno de los dos, surge siempre otra cosa. Como dice el artículo, son personas a las que, a menudo, les gustó –les gusta– trabajar bajo presión. Lo mismo que su cerebro se vuelve totalmente inoperante en algunas ocasiones, en otras muchas permanece en estado de ebullición constante, del que salen muy buenas ideas y del que supuran también muchas miserias. Como en la afirmación de un médico de urgencias con la que acaba el artículo: «Nadie sabe lo que es el infierno hasta que no lo tiene dentro».

Esa es la ansiedad. Quien la probó, lo sabe.

(Imagen de Stathis Stavrianos.)

 

 

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