Más que de una fotografía, se trata de una composición, casi un collage. El soporte es un cartón en formato folio, de esos que antes se usaban para escribir en los colegios. Tiene las esquinas levantadas y, en alguno de los bordes, tiene alguna merma de capas. Es inevitable pensar que tiene ya muchos años pero, pese a los lustros acumulados, está solamente manchado por el paso del polvo y de los meses transcurridos uno a uno durante un largo intervalo. Las manchas y los poros evidencian una calidad mejorable. Sobre el cartón, varias fotografías de tamaño muy pequeño, pero no todas de carnet, con bordes irregulares. La fijación de alguna de ellas al cartón es deficiente y, a poco que uno se descuide, acaban despegándose y dejando los restos de un papel adhesivo ya reseco y carente de su función inicial. Cuando se caen algunas de esas fotos, se ve que hay cosas escritas al dorso (fechas, nombres, lugares, pequeñas impresiones). La caligrafía es siempre la misma, angulosa pero elegante, propia de etapas en las que se obligaba a escribir de forma elegante. Inequívocamente, se trata del trazo de una pluma: los trazos más gruesos según el ángulo de escritura, los desvaríos de la tinta obstinada en extenderse por los puntos de las íes. Habrá unas siete fotos en el cartón, todas de personas mirando a la cámara. El tono predominante es sepia, matizado y graduado en escalas. Una cosa llama la atención por encima de todas: los rostros, los movimientos intuidos, los gestos adivinados, carecen totalmente de alma. Instalados en algún momento del pasado, las personas parecen adivinar que van a ser contempladas desde un callejón del tiempo en el que ya no estarán presentes. De alguna manera, se adivinan abocadas al destino de la muerte.
Magdalena, a mí me pasa igual: es mi álbum de fotos favoritos, ya que no están en el papel sino en la imaginación 🙂
Me encanta tu serie de fotos que no existen. Me gusta porque las describes de forma que soy capaz de verlas.
Un beso,