En la carrera académica, en la carrera de la vida, llega un momento en el que hay que escoger. La gran pregunta es cómo escoger bien. Ken Robinson, prestigioso profesor universitario británico experto en creatividad, se muestra muy crítico con la manera tradicional en la que se escogen las prioridades educativas.
Para Robinson, la enseñanza ha de servir para intentar mejorar el nivel económico, para intentar comprender mejor el mundo y para dar lo mejor de nosotros mismos. El problema radica en que la educación reglada nació en un contexto muy diferente al nuestro. Si ha quedado desfasada en los dos primeros aspectos, fracasa estrepitosamente, en el último, en la búsqueda de los talentos. ¿Qué tipo de aptitudes se buscan en los sistemas educativos actuales, en nuestros centros educativos? ¿Dónde y cómo buscamos el talento? ¿No tenemos una visión demasiado estrecha y limitada del mismo?
Robinson piensa que este fracaso proviene de un sistema social, productivo y educativo con unas miras en exceso restringidas. A su juicio, una de las claves de esa restricción es la separación contundente entre las letras, las ciencias y las artes: primamos algunas de estas ramas en función de unos supuestos beneficios anclados en claves económicas y sociológicas tremendamente sesgadas. Con esta separación, la creatividad ha ido quedando relegada de la educación para primar otro tipo de valores más inmediatos pero mutiladores de muchas capacidades necesarias para triunfar en la vida, si el triunfo no se ajusta, tan solo a unas cuantas profesiones de “prestigio” inmediato y vinculado a escalas sociales basadas en “lo de siempre”. En su base, una estructura de la educación excesivamente lineal y una jerarquización sumamente rígida han ido primando una serie de disciplinas y estudios y han postergado otros, a los que se consideraba menos productivos desde el punto de vista económico y laboral. El criterio es que nuestros hijos se desenvolverán mejor en el mundo si se atienen a cuestiones “objetivas”, mientras que las disciplinas más “subjetivas” –más personales, si se quiere– están bien como un complemento, pero no son dignas de dedicarles una atención intensiva con réditos productivos. Los éxitos, en ese campo, siempre pertenecen a la excepción y no han sido gestados desde dentro del sistema. Desde hace siglos, la cultura académica se ha empeñado en separar la emoción del intelecto. Estos dos aspectos fueron separados con tal fuerza que nosotros mismos llegamos a ver ambos aspectos como cosas separadas. Tan separadas como para pensar que solo una de ellas es válida para prosperar en la vida. La propuesta de Robinson es la de volver a un sistema en el que volvamos a aprovecharnos de las relaciones entre el arte y la ciencia sin empecinarnos en su separación.
Contemplo con lástima una estructura educativa basada más en los castigos que en los refuerzos, en la memorización más que en la creatividad, en la repetición más que en la asociación, en la represión más que en la dinamización. Un sistema educativo en el que importan más el pasado y la tradición que el vuelco, atrevido pero necesario, hacia un espejo en el que, al final, nuestros jóvenes puedan reflejarse como seres humanos completos.
Y, por eso mismo, creo que, llegados a este punto, es necesario descender hasta una profunda revisión personal y colectiva de nuestro sistema de creencias. Los sistemas educativos, los colegios y los padres –apremiados por los estándares sociales de la permanencia y no de la renovación– contagiamos a la base social de nuestro futuro (es decir, nuestros niños, nuestros jóvenes) con nuestros prejuicios. Y pensamos, demasiado jerárquica y linealmente, que la felicidad y el progreso consisten en la permanencia en nuestro sistema de valores. En algunos casos, negaremos a nuestros hijos, a nuestros alumnos, el descubrimiento del auténtico talento, de esa fuerza elemental que, con esfuerzo y dedicación personal, pero también con el apoyo familiar y una buena estructura educativa, podría llegar a construir las bases del mundo que les va a tocar vivir y que, para bien o para mal, nunca será –ya– el nuestro.
(Texto escrito en Polar, 15, diciembre de 2011, pág. 5. Escribí a finales de marzo otra entrada en la que hablaba de Ken Robinson y la creatividad: «Mirando al mundo andando al revés». La imagen es de Joël Evelyn & François.)
La creatividad no se premia porque lo que interesa es el pensamiento plano y la productividad
¿No será que la creatividad no interesa porque nos hace peligrosos?