Me gusta esperar a la madrugada atisbando de reojo por la ventana. Me gusta contemplar los giros de los ciclos de la lavadora y compararlos con los interrogantes que nos hacemos sobre el mundo, sobre el destino. Me gusta creer que los pasos de cebra son los intermedios de la calma. Me gusta hacer ejercicio físico hasta sentir que algo se reconstruye por dentro. Me gusta suponer que todos los balcones tienen escondidos, más allá de las cortinas, secretos eternos. Me gusta pensar que las fotos, además de otras muchas cosas, roban un poquito de nuestra alma. Me gusta escribir al ritmo de la música. Me gusta pensar que, quizás, sería bello mantener intactas nuestras esperanzas. Me gusta saborear los sentidos reposados de las palabras.
Me gusta pensar que los infiernos son más horribles sin la presencia de aquellos a los que se ignora. Me gusta alternar la cal con la arena. Me gusta escuchar música con un punto de volumen más elevado de lo que la mayor parte de la humanidad piensa que es normal. Me gusta pensar que los fracasos se puedan saborear como cucharadas de lo que luego serán nuevas experiencias. Me gustan las ciudades, con sus órdenes y sus anarquías, con sus desvaríos y sus excesos. Me gusta pedalear sin pensar en lo que ocurrirá después, cuando vuelva a reinar la calma. Me gustan los paralelismos, las metáforas y los contrastes no tanto por su belleza sino porque son la forma más eficaz de explicar todos los rincones de nuestro mundo. Me gusta pensar que el futuro y el pasado son imposturas que se inventó alguien que nos quiere robar la vida a dentelladas. Me gusta que el verano extienda sus brazos hasta los quicios del otoño. Me gusta intuir que, tras los sueños, se esconden los deseos. Me gusta ir a trabajar en manga corta. Me gusta saber que, tras la calma, vuelven las tempestades.
(Imagen de Marthax.)
Me gusta leerte en positivo, querido Raúl. Muchos besotes, M.